martes, octubre 30, 2007

AMPUERO ROBERTO: ¿GLOBALIZADO y POSMODERNO?
  • Sentimientos encontrados ante su última novela: gran habilidad narrativa, poca profundidad conductual.

Pasiones griegas, la nueva novela de Roberto Ampuero (Planeta, 2006), ya figura en la lista de los libros más vendidos. No sorprende. El creador del popular Cayetano Brulé nos tiene acostumbrados a ello. Sólo en Chile las andanzas de este detective privado han superado la barrera de los 100.000 ejemplares vendidos, lo cual es todo un record para un mercado tan pequeño como el nuestro.

Esta nueva obra forma parte de los esfuerzos que hace Ampuero por desprenderse de Cayetano Brulé. Anteriormente lo hizo con su novela autobiográfica Nuestros años verde olivo (Planeta, 1999) y también con Los amantes de Estocolmo (Planeta, 2003, novela elegida en Chile como el libro del año). El propio Ampuero ha reconocido el influjo que tiene sobre sí Cayetano Brulé. En una reciente entrevista nos dice que cada cierto tiempo intenta escaparse de él, pero que su fuerza es tan grande que siempre vuelve.

En la contratapa de Pasiones griegas se adelanta la trama: No volveré. No me llames ni me busques. Es el mensaje que Bruno Garza encuentra una mañana en la pantalla de su correo electrónico. Fabiana, su mujer, ha decidido abandonarlo. Pero él no está dispuesto a perderla. Inicia un periplo que lo lleva a Nueva York, Centroamérica y Grecia. Realiza una búsqueda en la que no sólo rastrea a su mujer, sino que también la razón que explique su vida, la rutina en que cayó su matrimonio, los quiebres del amor y la pasión perdida. Fabiana, en cambio, huye de su marido y de sí misma, de la sombra de su pasado y de su origen.

La prosa de esta nueva novela, al igual que las anteriores, también está escrita con esa envidiable velocidad e inmediatez que el autor sabe imprimirle a sus relatos. Por lo mismo, cautiva. Ampuero maneja como ninguno en Chile el género policial. Pero una vez terminada su lectura reflexioné si no resulta algo artificioso su esfuerzo por situar espacialmente la trama en tantos lugares diferentes y exóticos. Sentí que le restaba credibilidad a la narración. Está bien, el mundo se globalizó, pero no parece necesario situar la historia en parajes lejanos para dar cuenta de ello.

Por otro lado, Pasiones griegas es una obra muy actual. Por lo mismo, Bruno Garza no encara ningún tipo de sueños, ni pensar sueños ideológicos. Todos sus pensamientos tienen un claro tilde individualista y sus preocupaciones son más bien prácticas. También, y cómo no, sus impulsos tienden a satisfacer sus inquietudes hedonistas. Así, Bruno Garza, contradiciendo el propósito tenido en vista al emprender su viaje a Antigua y luego al mar Egeo, no tiene mayores escrúpulos para capturar la oportunidad que se presenta y tener un par de aventuras sexuales que justifica, en forma cínica, bajo la pregunta: ¿Son simplemente así los hombres, capaces de vivir en esa dualidad sin sentir remordimiento alguno? (p. 150).

Ampuero desaprovecha la ocasión y no profundiza sobre el debate moral abierto. Opta por la fácil, y -por lo mismo- Bruno Garza no inquiere más allá. Se queda en la superficie de su cuestionamiento. ¿Será esta actitud ambigua otra característica del hombre posmoderno?


Publicado en Revista Capital N°195 de diciembre de 2006 (p. 161).

martes, octubre 23, 2007

ENFRENTAMIENTO CULTURAL
Durante años se habló de los vínculos financieros encubiertos de Frei Montalva y su partido con Washington. Como el conocimiento acerca de la estrecha relación entre los líderes DC y USA era más bien un problema de prueba que de convicción, no sorprendió a nadie su esclarecimiento tras la desclasificación de los archivos de la CIA y de la diplomacia americana.
Ahora se sabe que el apoyo económico prestado por USA, prolongado hasta bien avanzada la década del 70, no tenía únicamente el propósito político de contener el avance del comunismo que habría encabezado Salvador Allende, sino que también tuvo uno de carácter cultural. Sorprende que esta otra faceta de esa colaboración haya pasado tan piola, como si no tuviese nada de particular.
Me causa fascinación el hecho que en medio de ese desenmascaramiento haya salido a la luz pública la disputa cultural que escondía esa ayuda, como refleja el informe de la embajada Norteamericana en Chile fechado el 26 de agosto de 1962, dirigido al Departamento de Estado, en el cual se aventuran sabrosos juicios sobre la alta sociedad chilena, esa mezcla tan inasible de mimada oligarquía y adulada plutocracia. Ese despacho secreto la acusa de estar “orientada a Europa”, y concluye que tal era su esnobismo que se consideraba a sí misma como “superior culturalmente a la estadounidense”. ¡Quién hubiera imaginado que ese apadrinamiento, inmerso en la lucha de USA por consolidar su hegemonía mundial, tuvo una fuerte carga de resentimiento!
Aunque no se diga en forma abierta, las intenciones siempre salen a flote y quedan en evidencia. Luego, no es de extrañar que el cambio sociopolítico producido a partir del año 65, promovido y exigido por USA, y que significó el brusco fin del predominio de ese cerrado grupo dominado por el sector agrario del Valle Central, haya sido una especie de avanzada imperialista que, como esos huracanes que azotan las costas de Florida, vino a barrer las cómodas jerarquías criollas que daban sus últimos alientos sobre el gastado escenario chileno, en aras de instaurar en este extremo del continente una cultura que antes que todo respondiera al canon norteamericano.
Pero como los esfuerzos de colonialismo cultural no siempre logran el resultado deseado, a mi juicio la posterior decadencia sufrida por el Valle Central tras el triunfo de la alianza DC-USA, en vez de acentuar el espíritu democrático que caracteriza a la cultura americana, lo sacrificó tanto en la generación de esa época como en la de sus hijos y nietos. ¡Cómo no!, si esa alta sociedad dejó de sentirse protegida y consideró que el sistema político democrático atacaba posiciones que le eran vitales y, por lo mismo, se convirtió sin disimulo en su más hostil enemigo. A partir de entonces, sus miembros jugaron la carta marcada del quiebre institucional. A ver si de esa forma nos deshacemos de este corsé que cada día nos aprieta más, de seguro fue su pensamiento (obvio, aunque solapado, porque esas reflexiones jamás se dicen abiertamente).
Hasta aquellos días, ese grupo siempre había detectado a tiempo los intentos por desviar el rumbo natural de las cosas. Esa pericia, si no virtuosismo, le había permitido dirigir las aguas a la rueda de su propio molino, tal como, por ejemplo, había sucedido con el triunfo del Frente Popular en el año 38. Tan seductora fue su conducta, y el arribismo de sus adversarios, que no tuvo dificultad para incorporar a su redil a los sujetos más díscolos, como lo muestran los giros que dieron los contestatarios parlamentarios Arturo Alessandri y Gabriel González Videla una vez que llegaron a la presidencia.
¿Cuántas penumbras tuvo que vivir ese grupo antes de volver al poder? Pero ni siquiera el restablecimiento del antiguo poder, con la complacencia de los revolucionarios de ayer (transformados con el paso del tiempo en unos astutos chicos de salón, como retrata Germán Marín: Un mundo mudo levanta la vista, Sudamericana, 2002) ha sido suficiente para restaurar en éste la fe en el sistema democrático. ¿Cuánto tiempo habrá que esperar para que abandone la remembranza del interludio militar? ¡Preguntémosle al Departamento de Estado!
(Publicado en Revista Capital N°144 de noviembre de 2004, p. 166).

viernes, octubre 19, 2007

MEJOR, VOLVAMOS A LA CATEDRAL

Leí Conversación en la Catedral el año pasado. Con anterioridad, me habían bastado para engrosar la lista de admiradores del Vargas Llosa novelista (el otro, el ensayista, me ahoga con tanta discutible certeza), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del Chivo (2000), obras que devoré tan pronto fueron publicadas.

Nada tiene de inusual que hubiera admirado a su autor con tan sólo haber leído esas novelas más tardías. Sobre todo cuando algunos notables creen que la extraordinaria carpintería interior de La fiesta…, al entremezclar un lenguaje perfecto (claro, transparente y preciso) con planos, épocas, personajes y voces narrativas de modo que en ningún momento el lector se extravía mientras el protagonista habla, piensa y actúa, hace de esta obra una de las mejores novelas latinoamericanas del siglo XX. Por lo menos ese es el juicio del escritor cubano, radicado en España, Carlos Alberto Montaner (61 años).

Tal vez la treintena de años transcurridos entre la publicación de Conversación… y La fiesta…, y ser el Chivo tan reciente, sea la causa de tanta admiración por parte de Montaner. ¿Cuál de las dos novelas es mejor? No respondas sin antes leer o redescubrir Conversación…, sólo entonces compromete una respuesta.

Estoy seguro que coincidirás con Bolaño (Entre paréntesis, Anagrama, 2004) en que La fiesta…, y yo agrego La guerra de Galio (Héctor Aguilar Camín, Alfaguara, 1991), no son más que meras notas a pie de página desagregadas o prescindibles de la obra maestra: Conversación en la Catedral, tanto por su estructura como por su argumento.

Al igual que muchas creaciones de Vargas Llosa, Conversación… permite dos o tres lecturas.

Se la puede leer, por ejemplo, como una novela sobre dictadores, pero una aproximación restringida sólo a lo coyuntural la limita a un simple manual opositor a la dictadura del general Odría, quedando sin explicación su sobrevivencia luego de 35 años desde su primera edición. Por eso, si la lees restringida únicamente a ese ángulo, lo más probable será que ella se desvanezca muy pronto de tus recuerdos, como me ocurrió con la obra del premio Nobel guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, El señor Presidente (1933), que a pesar de recrear también la sofocante atmósfera de las dictaduras latinoamericanas, hoy su lectura resulta muy difícil de sobrellevar, no por su técnica literaria sino porque carece de una dimensión metafísica más trascendente.

Conversación… también puede ser leída como un estudio psicológico sobre el abyecto juego del poder. Esa mirada encandilará a los feligreses del poder, quienes de seguro no tendrán ojos para intentar una aproximación diversa.

Otra lectura es la estética. ¡Bienvenidos los puñetazos que pulverizaron y erradicaron, en latinoamérica, toda elocuencia encorsetada! Qué duda cabe que la ágil escritura de Vargas Llosa puede ser mirada como una exitosa conjura contra el autoritarismo literario decimonónico, caracterizado por una prosa fangosa en descripciones y por un narrador omnisciente que aplasta y tritura la imaginación. Tan disímil del artífice de la novela moderna: con un narrador que se independiza por completo de las odiosas y febles certezas del autor, que muchas veces recurre al lenguaje coloquial para enriquecer el idioma, y no para degradarlo, como se había estimado hasta entonces, y que entiende el curso del tiempo como un fenómeno interior que se rige más por el mandato de la mente que del reloj o el calendario.

El esfuerzo del buen lector debería estar orientado a efectuar una lectura que, a lo menos, bordee todas las miradas sugeridas.

No tengo dudas sobre que si sólo se hubiese publicado una de las novelas que conforman la genial trilogía inicial de Vargas Llosa: La Ciudad y los Perros (1963), Casa Verde (1966) o Conversación en la Catedral (1969) igualmente se consideraría al peruano como uno de los grandes renovadores de la novela en lengua castellana.
(Publicado Revista Capital, N°142, octubre de 2004, p. 126).

jueves, octubre 11, 2007

Y SALTÓ LA BANCA


Los periódicos impresos anoche apostaban por Claudio Magris, Ko Un, Philip Roth, Don Delillo o Adonis para ganar el Nobel de Literatura. Se equivocaron. Ganó la escritora británica Doris Lessing (por cumplir 88 años).
No la conozco. Recurro a Wikipedia y encuentro que nació en Persia (hoy Irán) en octubre de 1919; que –en el 2002– ganó el Príncipa de Asturias de las Letras; que su padre, un oficial del ejército británico, atraído por las promesas de hacer fortuna cultivando maíz, tabaco y cereales, se trasladó a Rhodesia (hoy Zimbabwe), donde la escritora pasó su infancia y juventud; que tuvo una relación adolescente difícil con su estricta madre; que –a los 36 años– se vuelve a Londres e inicia su carrera como escritora; que se compromete políticamente con el comunismo, pero que –en 1954– pierde sus ilusiones y lo abandona.

Según Wikipedia, la obra de Lessing tiene mucho de autobiografía, inspirándose en su experiencia africana, en su infancia, en sus desengaños sociales y políticos.

En 1962, publica su novela más conocida, El cuaderno dorado, que la catapultó a la fama convirtiéndola en el icono de las reivindicaciones feministas. y –agrega ElPaís.com– de la narrativa fragmentaria postmoderna.

Enseguida, concluye ElPaís.com, la obra de Lessing es amplia y aborda una gran variedad de asuntos, desde la cuestión de la identidad en culturas ajenas o la definición de salud mental y locura, afirmando que su escritura ha oscilado entre la crítica social de sus primeros textos, como The grass is singing, las investigaciones psicológicas, como El cuaderno dorado, y la incursión en la ciencia ficción, como en la serie Canopus.

En 2007, publica The Cleft (La hendidura, novela aún no traducida del inglés), en la que fábula sobre el origen de la especie humana, inspirada en un artículo científico en el que se sostiene que el motor primigenio de la raza humana fue femenino.

Tras un rápido barrido por las librerías chilenas, compruebo que en Ulises se encuentra: El sueño más dulce (novela) y La historia del General Dann (novela). En Qué leo: Experimentos sirianos (ciencia ficción) y Las abuelas (colección de cuentos). En Quimera: Shikasta (ciencia ficción). Y, en Metales Pesados: Matrimonios entre las zonas tres cuatro y cinco (novela).

El snobismo criollo pudo más, y hoy en la mañana unos señores recorrieron esas librerías comprando todo, rebajando el stock a uno o dos ejemplares, como aves de rapiña. Yo esperaré a que llegue El cuaderno dorado que parece ser su obra prima.

martes, octubre 09, 2007

CRÍTICA o DECLAMACIÓN

Para Ignacio Valente La ley natural sería “la mejor novela de Gonzalo Contreras” (El Mercurio, 21 de mayo); por el contrario, para Juan Manuel Vial esa obra “está compuesta, de capitán a paje, por retratos sin alma, por espectros torpes que pululan entre los confines de una trama que se va haciendo cada vez más irrelevante” (Capital N°133). A su vez, Marcelo Soto sale al ruedo y la califica como “una novela ágil, sugerente, escrita con la precisión de un estilista” (La Tercera, 30 de mayo).

Los contrastes siempre me estimulan. Por lo mismo, si al leer esas críticas aún no hubiese comprado La ley natural, de seguro habría partido de inmediato a hacerlo. Sin embargo, cuando se publicaron esas críticas hacía días que había concluido la lectura de ese libro (y advierto que se lee de un tirón, lo que no es poco mérito). Entiendo que una disparidad de juicios de esa magnitud haga a otros abstenerse de adquirirlo. Mal que mal, una crítica promisoria es una invitación a la lectura y, a la inversa, una devastadora prende una luz de precaución.

Las enormes disparidades en los juicios de esos tres columnistas me llevan a aventurar, por una parte, una descripción representativa de un grupo del actual quehacer crítico chileno y, por otra, a referirme a una de las posibilidades exploradas por la crítica literaria periodística en otros confines.

Un sector relevante de la crítica chilena periodística tiene un fuerte componente voluntarista. Así, por ejemplo, en decenas de ocasiones se sorprende al reparón analizando lo que él estima que debió ser la obra comentada, en vez de acotar su examen a lo que esa creación realmente es. Hace algún tiempo leí que “la literatura chilena parece haberse perdido a veces en un narcisismo que evita con pinzas cualquier asomo del país real” (¿por qué la literatura debe referirse al país real? ¿qué tiene de negativo vagar por países ficticios? Ojalá alguien nos pudiera decir cuál es el país real por lo demás). Ese prejuicio que hace referirse a un objeto distinto al analizado y que se cimbra como un espectro encandilador sobre a una parte de la crítica chilena, me recuerda la prevención de Flaubert: “hay que hacer crítica como se hace historia natural, con ausencia de toda idea moral. No se trata de declamar sobre tal o cual forma, sino que exponer en qué consiste”.

A tal extremo se llega en Chile, que cuando uno de los popes de la crítica al ser consultado por un periodista sobre su doble calidad, ese vate no trepida en responder que no debe olvidarse que él es ante todo un sacerdote y que su labor de crítico está al servicio de Dios.

En cambio, en la crítica periodística extranjera es usual, y aquí va la segunda idea que quiero poner sobre la mesa, encontrar en los análisis literarios también una ocasión para adentrarse en los diversos aspectos y posibilidades que presenta la creación narrativa. En otras palabras, en esa crítica suele encontrarse un punto de partida para pensar sobre aspectos literarios o culturales en general, y no necesariamente para canonizar los caprichos del crítico de turno. Ejemplos son David Logde, quien recogió en El arte de la ficción sus columnas semanales del suplemento literario de The Independent on Sunday. Ahí, lo vemos transitar a través de la caracterización del narrador omnisciente, de la novela epistolar o del monólogo interior extendiendo la perspectiva y comprensión del lector común (no académico).

También fue un ejemplo de ese método Pier Paolo Pasolini, quien recopiló en Descripciones de descripciones (ambas obras publicadas por Ediciones Península) sus colaboraciones literarias para el semanario Tempo. Por medio de su prosa, el lector se adentra de la mano de los juicios estéticos del romano en obras como Cien años de soledad de García Márquez, Crimen y castigo de Fiodor Dostoievski o Todo modo de Leonardo Sciascia.

Desalentado por el actual estado de la crítica chilena, me pregunto por qué no aprovechar también la oportunidad que se tiene para reflexionar sobre la obra criticada, su género, los temas tratados, sus influencias, en vez de -mayoritariamente- perder el tiempo declamando normas de deber ser bastante discutibles y que tan poco aportan al lector y a los autores. Si se alternara un proceso ilustrativo, como el descrito, con el punto de vista del comentarista, sacudido de su trastienda de prejuicios, o al menos transparentándola, se daría un paso significativo que se agradecería.

(Publicado en Revista Capital, N°140, septiembre de 2004, p. 118).

miércoles, octubre 03, 2007

CLERICALISMO versus LIBERTAD DE CONCIENCIA

Un revuelo de proporciones originó la columna de Carlos Peña (Cosa de Cardenales, El Mercurio: 30 de septiembre de 2007) que comenta, más bien debería decir que reprueba el encabezamiento por parte del ex-nuncio Angelo Sodano de la misa conmemorativa del natalicio del cardenal Raúl Silva Henríguez, reconocido como el cardenal del pueblo. Que haya sido Peña el que motivó esa reacción pone, por una parte, en relieve el escaso efecto que tienen los restantes medios de comunicación en Chile, pues el día anterior a Peña, el escritor Pablo Azocar publicó en El Mostrador otro artículo “mucho más peludo” sobre cómo la sensación de omnipotencia termina por romper la esclusa del pudor y lleva a extender el límite hasta entonces reconocido al arte del fingimiento.

Desde una perspectiva ciudadana, por otra parte, es interesante registrar los distintos episodios de esta polémica que creo que va mucho más allá de la simple anécdota, pues en ella se hace presente con toda su fuerza el viejo dilema republicano entre el clericalismo y la ciega obediencia a la autoridad vaticana.

Columna de Pablo Azocar: Angelo & Raúl

“Ayer los cocodrilos se vistieron de gala y se sentaron en la mesa. En la nave central de la Catedral de Santiago, con todo su peso emotivo y simbólico, ejecutaron un acto de impostura perfecta. El arte de la diplomacia es el arte de las omisiones, las elipsis y los silencios. No se le puede exigir a un diplomático que diga la verdad y nada más que la verdad, pero sí que no mienta al descampado. Sólo en la erótica narcisista de la omnipotencia, cuando hay una pizca de más de sensación de impunidad, los embajadores pierden las formas. Angelo, un diplomático proprio vaticano con la piel muy gruesa y seca, ayer las perdió todas. Lo que ocurrió en el templo mayor de la iglesia católica chilena fue sencillamente carnicero, bestial.

Angelo, el purpurado que vacacionaba en Bucalemu con Pinochet, el sigiloso operador que fue fotografiado riendo con un ministro del Interior mientras tres sacerdotes eran expulsados del país, presidió ayer el homenaje oficial a su mayor enemigo. Porque eso fueron, y ambos lo sabían, y de esa pugna shakesperiana supieron todos en los pasillos y las parroquias chilenas. Fueron varios los testigos y muchos los autores que han documentado el episodio de mayo de 1983, cuando un humillado Raúl dejó el cargo de arzobispo de Santiago cerrando con un portazo ante las narices impertérritas de Angelo. Cristalizaba allí, físicamente, una lucha sin cuartel de muchos años.

Nacido en 1907, hijo número 16 entre 19 hermanos de una familia talquina de clase media, testigo y protagonista decisivo en la segunda mitad del siglo XX, cabeza simbólica de la iglesia latinoamericana en el Concilio Vaticano II (el gran momento de diálogo de la iglesia con la modernidad: 1962-1965), Raúl vivió el momento crucial de su vida cuando se plantó frente a Pinochet. ¿Dudó? ¿Tuvo miedo? ¿Cuántos chilenos de todos los pelajes, creyentes y no creyentes, le deben la vida? ¿Cuántos rescataron desde las cenizas, con él, su propio coraje? Creador del Comité Pro Paz, de la Vicaría de la Solidaridad, de la Academia de Humanismo Cristiano, de la Pastoral Obrera, de las revistas Análisis y Solidaridad, Raúl fue extorsionado, amenazado de muerte, despojado del cargo de Gran Canciller de la Universidad Católica, tapado de diatribas por las autoridades y por la prensa. Una tarde lloró: cuando a fines de 1973 visitó a los prisioneros en el Estadio Nacional.

Raúl supo muy temprano que tenía un enemigo, y lo dijo y lo repitió en su círculo íntimo. Mientras vivió el Papa Paulo VI, él llevó las de ganar. Cuando irrumpió Juan Pablo II, le llegó la revancha al Nuncio en Chile entre 1978 y 1988, el comisario que espiaba las Conferencias Episcopales y enviaba a Roma informes y listas negras, el clérigo afectado que desde las sombras acabó introduciendo en el Episcopado chileno a una generación completa de jerarcas ultraconservadores, muy inflexibles en lo moral, muy tolerantes con Pinochet (Jorge Medina, Joaquín Matte, Patricio Infante, Javier Prado, Antonio Moreno, Adolfo Rodríguez). Como premio Angelo fue nombrado secretario de Estado, número dos del Vaticano, donde siguió articulando nombramientos obispales (Rafael de la Barra, Cristián Caro, Luis Gleisner, Felipe Bacarreza, Renato Hasche). En Roma se jactaba de seguir ocupándose personalmente de los nombramientos en Chile, comentaría el periodista italiano Italo Moretti, reconocido especialista de asuntos vaticanos, quien contó además cómo algunos años antes Angelo había tratado de sacarse de encima a Raúl pidiéndole a Wojtyla que lo metiera en Roma en algún despacho.

El hombre de la sonrisa belfa tuvo enfrentamientos duros con Raúl. Uno de los principales, según un relato del sacerdote Agustín Cabré, fue cuando Angelo se opuso tenazmente a la mediación papal entre Argentina y Chile, en 1978, en momentos en que estaba a punto de estallar la guerra, con el argumento de que una gestión de esa naturaleza podría dañar el prestigio del Papa. Finalmente sí hubo mediación, y no hubo guerra, y Raúl encogió los hombros cuando le contaron que Angelo después apareció en la prensa como el gran gestor de la mediación triunfante. El truco es conocido. Todavía hoy Angelo tiene fama en Roma de haber sido gran enemigo de Pinochet.

No sé quién habrá inventado la mentira de que tuvimos roces con Raúl, sé que en Chile no hay mentirosos, dijo Angelo, el miércoles, cuando aterrizó en Pudahuel, y ayer, en la Catedral, estuvo flanqueado nada menos que por Jorge Medina, su belicoso mandadero. Conmovido, le agradeció a Francisco Javier Errázuriz la invitación a presidir la ceremonia de celebración de los cien años del nacimiento de Raúl, y se las arregló increíblemente para hacerlo sin mencionar una sola vez la palabra derechos humanos, y todos sonreían, aunque ni sus amigos ni sus enemigos le creyeran ya una sola palabra”.

Columna de Carlos Peña: Cosa de cardenales

“Carecía de las maneras suaves y algo melifluas de los que vinieron después. Y es que en vez de encantador de serpientes, él quería ser un pastor. Por eso era convencionalmente viril y su voz tronaba como la de un profeta. Era robusto, de cara cuadrada y tenía las orejas mansas, como un campesino andaluz. Las cejas gruesas le daban un aspecto severo que desaparecía apenas conversaba con los más pobres y los más humildes.

Raúl Silva Henríquez tenía una fe profundamente intramundana. Pero no en el sentido del Opus.

Él no se conformaba con vivir mediante la ascética del trabajo bien hecho. No. Silva Henríquez estaba incómodo en este mundo y quería cambiarlo, porque, pensaba él, la tarea de los creyentes era acortar la distancia con ese futuro en cuyo acaecimiento creía a pie juntillas. Si la fe le enseñaba que el verdadero reino no era de este mundo, ¿cómo, entonces, podría vivir a sus anchas en él o conformarse sin más con lo que en él ocurría?

Por eso tuvo esa verdadera compulsión por cambiar las cosas. Sin miedo al escándalo.

Con Manuel Larraín decidió entregar las tierras de la Iglesia a las familias de campesinos que trabajaban en ellas. Algún miembro del Cabildo Metropolitano llegó a amenazarlo con la excomunión, y otro -no sería la primera vez- lo acusó de comunista. Pero no se detuvo. Dio así un impulso irresistible a favor de la reforma agraria.

En el Concilio -donde intervino varias veces a nombre de los obispos de Latinoamérica- fue de la opinión que sólo una Iglesia que fuera firme en su identidad, pero a la vez abierta al mundo y en diálogo con él, podría evangelizar a la sociedad moderna. Esa misma opinión fue la que lo llevó a apoyar la reforma de la Universidad Católica: A fines del 67 -diría años después- se abrió uno de los mejores períodos que ha tenido la Universidad.

El papel que tuvo en la reforma -como casi todos los otros que le tocaron en suerte- le acarreó problemas con la derecha y los grupos más conservadores. Los mismos que poco más tarde aplaudirían el golpe, cohonestarían la estadía de los militares en la Universidad y la administrarían con ellos codo a codo ¡le reprocharon a él, sí a él, actuar como interventor en el conflicto!

Fue ya en ese entonces cuando aparece en su vida Angelo Sodano, el mismo que esta semana omitió cualquier referencia al papel público del cardenal Silva y prefirió no asistir a la ceremonia que se realizó en su recuerdo.

Para la época de la reforma, Sodano fue el encargado de negocios de la Nunciatura en Chile. En ese carácter fue quien transmitió a Silva Henríquez la decisión del Vaticano de aceptar la renuncia de Silva Santiago y de nombrar como rector interino a Fernando Castillo Velasco.

Él y Silva Henríquez no pudieron ser más distintos.

Sodano ya entonces era un funcionario de la Curia, un tipo que hacía carrera en el Vaticano, timbraba papeles, transmitía órdenes, se estiraba la sotana, se peinaba con cuidado de galán e influía en los pasillos del poder. Silva Henríquez, en cambio, a pesar de su sentido del poder, se reveló como un pastor que, acicateado por la fe, quería cambiar el mundo. Alguien a quien la praxis -iluminada por su fe- le importaba.

Por eso no fue raro que años más tarde -el año 1977 para ser más precisos- se encontraran en posiciones opuestas. Silva Henríquez como el Cardenal que había recogido despojos, protegido indefensos y formado, a pesar de las iras del General, la Vicaría de la Solidaridad, y Sodano como Nuncio Apostólico, un funcionario diplomático de aire respingado y sentido del poder, cuya suave tolerancia de la dictadura se hizo entonces famosa.

Ambos representan algunas de las contradicciones -los misterios, dirá un creyente- de la Iglesia.

Silva Henríquez, inflamado por la fe y orientado, cuando fue imprescindible, por una estricta ética de la convicción. Sodano, en cambio, el epítome del cálculo y del sentido de estado, capaz de comulgar, si fuera necesario para el poder de la Iglesia, con ruedas de carreta o con algo peor.

Entre ambos esa otra Iglesia, algo desorientada, que hemos conocido en los últimos años.

Después de la preocupación por la praxis que tuvo Silva Henríquez y luego de esa refinada concupiscencia del poder que mostró Sodano, la Iglesia ha trastabillado de allá para acá en el espacio público. Por momentos parece pensar que su papel es la defensa de valores abstractos y jurídicos, sobre todo de orden sexual. En otros -especialmente si se mira a algunas de sus advocaciones o prelaturas- da la impresión de creer que su tarea es la de proveer consuelo a los excesos del consumo. En fin, a veces, como ha ocurrido con el sueldo ético, uno piensa que el fervor por la justicia está en ella de vuelta. Pero uno mira la actitud de Sodano y no, parece que no es eso.

Alguien dirá que en esos vaivenes y en esas ambigüedades se muestra la santidad, y la vocación por mantenerse eterna, de la Iglesia. O la razón de su vejez. O todo eso junto. Vaya uno a saber. En fin. Cosa de cardenales”.

Réplica eclesiástica

“En su comentario dominical, el señor Carlos Peña escribe sobre la Iglesia católica y sus pastores en Chile, como asimismo sobre el cardenal don Raúl Silva Henríquez y el cardenal don Angelo Sodano, actual decano del colegio cardenalicio.

Es fácil desconocer la realidad para construir una imagen ficticia, y disparar dardos contra ella hasta querer destruirla. En tan lamentable entretención no brillan ni el respeto ni la verdad.

Enlodando de paso a los obispos, a la Iglesia católica en general y a la chilena en particular, con cierta erudición pero sin entender la misión de la Iglesia, concentra esta vez sus dardos en la persona del cardenal don Angelo Sodano.

Pues bien, ya el aprecio que la Iglesia le tiene al Papa Juan Pablo II, considerado uno de los Sumos Pontífices más notables de los tiempos modernos, diluye la imagen del cardenal Sodano que el comentarista pretende presentar. El solo hecho de haber nombrado Secretario de Estado al cardenal Sodano, y así de haberle pedido su apoyo como el colaborador más cercano en la conducción de la Iglesia universal en las tareas de todos los días y en las misiones más delicadas, y de haberle mantenido su confianza durante 16 años, le resta toda verosimilitud al cuadro con el cual el columnista lo difama.

Por otra parte, esa caricatura del cardenal que construye el señor Peña, ¿habría sido capaz de realizar las tareas difíciles que le encomendó el Papa Juan Pablo II? ¿Habría tenido la franqueza para escribirle a Fidel Castro el 13 de abril de 2003, pidiéndole clemencia hacia ciudadanos cubanos que habían recibido duras penas, entre ellas la pena capital? ¿Habría criticado públicamente al Primer Ministro de Israel Ariel Sharon, cuando éste amenazó de muerte al Presidente palestino Yasser Arafat? ¿Habría hecho público, contrariando a países poderosos como los Estados Unidos, su firme rechazo a la justificación esgrimida para proceder a una guerra contra Irak, porque se trataría de una guerra preventiva? ¿Habría manifestado su intención de normalizar las relaciones de la Santa Sede con China, llevando alivio a una situación prolongada y discriminatoria sufrida por los católicos fieles al Obispo de Roma? ¿Y qué decir de su tarea en los años de la crisis de los socialismos reales? ¿O de su misión en la guerra de la ex Yugoslavia, o de la tarea de paz asumida por él en guerras fratricidas de África?

Cuando leí el mezquino comentario que escribió don Carlos Peña con motivo del fallecimiento del querido Papa Juan Pablo II, y al leer diversas reflexiones suyas sobre iniciativas de la Iglesia y sus pastores, percibiendo su falta de objetividad y competencia en dichos temas, quise escribirle sólo un comentario: Pastelero, ¡a tus pasteles!”.

Francisco Javier Errázuriz Ossa
Arzobispo de Santiago

(El Mercurio, 2 de octubre de 2007)

Contraofensiva de Carlos Peña

“Francisco Javier Errázuriz Ossa -Arzobispo de Santiago- se indignó con mi última columna. Todo ello porque comparé el afán pastoral de Silva Henríquez con la suave concupiscencia del poder que mostró, durante la dictadura de Pinochet, Sodano.

Errázuriz guarda inexplicable silencio acerca de ese punto. En cambio busca cuadrar las cuentas de Sodano enumerando notas diplomáticas e insinúa que ¡por el hecho de haberlo nombrado Juan Pablo II está más allá de toda crítica!

En fin, me invita a que me ocupe de mis cosas. "Pastelero a tus pasteles", concluye, sin demasiada imaginación, su nota.

Desgraciadamente me veré obligado a desobedecerlo. Una institución que, como ocurre con la Iglesia, pretende ser maestra de moral y esparcir sus creencias por la esfera pública no puede ponerse al margen de la crítica o aspirar a que los ciudadanos la escuchen en silencio”.

(El Mercurio, 2 de octubre de 2007)

Réplica ciudadana

“En el comentario titulado Cosa de cardenales, el columnista Carlos Peña publicó el domingo pasado una especie de diatriba en contra del cardenal Angelo Sodano, invitado a Chile por la Fundación Juan Pablo II.

El cardenal Sodano fue secretario de la Nunciatura y luego Nuncio en Chile, durante 10 años. De regreso a Roma fue designado Secretario de Estado por S.S. Juan Pablo II. Junto con el cardenal Ratzinger, fue uno de sus colaboradores más estrechos.

En el comentario en cuestión es tratado con desprecio como un tipo que hacía carrera en el Vaticano, se estiraba la sotana, y se peinaba con cuidado de galán. Más adelante se le califica de un funcionario diplomático de aire respingado y sentido del poder, cuya suave tolerancia de la dictadura se hizo entonces famosa. Por si lo anterior fuera poco, agrega que Sodano es el epítome del cálculo y del sentido de estado, capaz de comulgar, si fuera necesario para el poder de la Iglesia, con ruedas de carreta o con algo peor.

En forma paralela, el comentarista alaba al Cardenal Arzobispo de Santiago, S.E. Raúl Silva Henríquez, con quien el cardenal Sodano habría tenido una vieja pugna, por lo cual la semana pasada omitió cualquier referencia al papel público del cardenal Silva y prefirió no asistir a la ceremonia que se realizó en su recuerdo.

Sobre estas afirmaciones los suscritos, de los cuales varios somos muy amigos del cardenal Sodano y que iniciamos esta relación cuando era Nuncio en Chile, jamás oímos críticas al cardenal Silva Henríquez, con el cual algunos de nosotros teníamos una relación cordial. Por otra parte, el cardenal Sodano presidió una Misa en la Catedral para recordarlo, lo que omite el señor Peña.

También hay que señalar que el cardenal Sodano visitó en La Moneda a la Presidenta de la República, S.E. Michelle Bachelet, y asistió a un almuerzo en el Ministerio de Relaciones ofrecido por el ministro José Antonio Viera-Gallo en que participaron alrededor de 70 personas, de diversas tendencias, la mayor parte miembros de la Concertación de gobierno, como el ex Presidente Patricio Aylwin y el ex ministro Sergio Bitar.

Finalmente el comentarista critica a la Iglesia, por haber trastabillado de allá para acá en el espacio público. No nos referiremos a este reproche porque no le reconocemos autoridad en el tema y sí mucha odiosidad.

Es lamentable el afán del señor Peña de ofender a una de las personas importantes de la Iglesia, que tuvo una destacada labor, reconocida mundialmente”.

Juan Antonio Álvarez Avendaño, Roberto Angelini Rossi, María Lidia Ariztía Reyes, Enrique Barros Bourie, Ricardo Claro Valdés, Cristóbal Eyzaguirre Baeza, José María Eyzaguirre G., Pablo Granifo Lavín, Luis Grez Jordán, José Tomás Guzmán Dumas, Felipe Joannon Vergara, Rosana Latuf Michelsen, Guillermo Luksic Craig, Arturo Mackenna Iñiguez, Jorge Matetic Riestra, Patricia Matte Larrain, Eliodoro Matte Larrain y Alicia Romo Román.

(El Mercurio, 3 de octubre de 2007).