martes, agosto 28, 2007

¿MIEDO AL DEBATE?
  • Basta mirar para el lado, según Javier Cercas, sin importar si es el derecho o el izquierdo, para observar que la somnolencia mesocrática apagó todo deseo de un vivere pericoloso.
El establishment inoculó la república con un virus que cuan brutal metástasis mató el debate público. En uno de sus últimos simposios, esos bienpensantes advirtieron por enésima vez el riesgo de poner en peligro la actual gobernabilidad del país con acusaciones que responsabilicen a la clase política de los graves casos de corrupción descubiertos. En buenas cuentas, hoy esos Richelieu arguyen la misma cantinela con que antes justificaron no llegar al fondo en el caso de los Pinocheques y del MOP: no hay que debilitar la naciente democracia, predican con la mirada en lontananza, como si sólo ellos pudieran acceder a una verdad inalcanzable para los restantes ciudadanos.

Sin llegar a los extremos que nos revelara El Gran Inquisidor, en la reciente puesta en escena del genial Peter Brook en su visita al Teatro a mil, al explorar la naturaleza humana y recordarnos que es mejor que nos esclavicen y nos den de comer, pues al estómago no se lo engaña con idealizaciones, la anotada sobrevaloración de la gobernabilidad ha transformado la política en una actividad sin ideas.

Sería absurdo volver a los tiempos en que ser realista era pedir lo imposible parafraseando a Dany el rojo, pero me ha dejado pensativo una entrevista a Javier Cercas en la que prevenía que en el actual vivere cauto los burgueses han copado la escena. Es como si haber conquistado el poder hizo que se perdieran los sueños. Basta mirar para el lado, concluía el escritor español, sin importar si es el derecho o el izquierdo, para observar que la somnolencia mesocrática apagó todo deseo de un vivere pericoloso. ¿Estamos tan bien que ya no tiene sentido aspirar a una sociedad mejor y más justa?

El paroxismo de esta enfermedad se mostró con la clausura del debate que significó la decisión de la mesa de la Cámara de Diputados declarando inadmisible el proyecto que despenalizaba hipótesis de conductas de aborto consentido, fundado en una hipocresía reglamentaria tras la cual se ocultó la decisión política de un variopinto grupo de parlamentarios en orden a evitar que los temas morales sean discutidos. Declaración que fue validada en la sesión del 21 de noviembre de 2006 por 61 votos contra 21 votos y 3 abstenciones.

En otras palabras, el 71,76 % de los diputados no están dispuestos a debatir sobre las bondades de sus creencias. Prefieren imponerlas vía decreto y censura. La persuasión implica ilustración, esfuerzo y voluntad.

La inadmisibilidad decretada me hizo recordar la advertencia de John Stuart Mill sobre la inclinación del hombre a imponer sus propias preferencias como regla de conducta para los demás. Y también evocar los cuatro motivos que, según Mill, justifican el debate: primero, porque no hay ninguna razón para pensar a priori que una opinión no es verdadera; segundo, porque, aunque ésta sea errónea, puede contener una porción de verdad; tercero, porque cuando una idea no es vigorosa y lealmente discutida deja de ser comprendida en su sentido y en sus fundamentos sociales; y, cuarto, porque al no ser debatida pierde vitalidad. Así, concluye Mill, sólo en la colisión de opiniones adversas existe alguna probabilidad de reconocer la verdad.

¿Puede identificarse a Chile como una sociedad libre si sus representantes optan, en la permanente lucha entre la libertad y la autoridad, por la imposición?
(Publicado en Revista Capital N°198 de febrero de 2007, p. 113).

martes, agosto 14, 2007

A PROPÓSITO DE RELECTURAS

Un joven, Hans Castorp, antes de ingresar a la vida laboral, decide dirigirse desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos Platz, en los Alpes suizos. Su finalidad es visitar a su primo Joaquim Ziessem, afectado de tuberculosis, internado en el sanatorio Bergoff, en la convulsa Europa de inicios del siglo XX.

Así comienza La Montaña Mágica. Sin saber que esa novela había sido catalogada dentro del género de aprendizaje e iniciación, la leí a mis veintidós años por primera vez, cuando me encontraba tal vez viviendo un proceso análogo al de Castorp.

Este verano y tras veintiocho años, me sumergí en su relectura. Aproveché la llegada a Chile de la nueva traducción (editorial Edhasa), que coincidió con el aniversario de los cincuenta años de la muerte del Thomas Mann. La crítica ha dicho que, comparada con otras versiones, la nueva traducción hace sonar más fresca a la novela, como lo es en su idioma original.

La placidez veraniega me permitió ser absorbido por el ritmo de cámara lenta de la obra. Bergoff es un lugar único. Junto con transcurrir la vida sin apremios ni sentido de tiempo, la muerte allí también tiene un sello diferente. Cada vez que fallece un interno, desinfectan la habitación, llega otro que la ocupa, pero siguen las reuniones, las opulentas cenas, los paseos, los cigarrillos… y al final la muerte no es nada, como tampoco lo es el tiempo, sólo es parte del proceso que se vive en la cumbre.

A medida que se acerca el día en que terminaba su visita, Castorp comienza a sentirse mal y cae en un estado febril. El director del sanatorio le aconseja que se quede allí por algún tiempo, a tres mil metros de altura, lejos de la civilización, lejos del mundo de abajo.

Pero su estado febril va más allá de lo corporal. Hans ha conocido a un italiano, Setembrini, masón, hombre de letras, ilustrado, el prototipo del pensador renacentista, a través de quienes Mann nos hace participar en largas conversaciones existencialistas. Hans Castrop bien podría ser uno cualquiera de nosotros.

Así, la Montaña Mágica termina siendo una estación obligada en nuestra vida. Tanto para los protagonistas como para los lectores. En especial porque somos nosotros los que al fin habitamos el sanatorio Bergoff mientras acompañamos a los personajes en sus cambios físicos, en sus nuevas impresiones, en sus recorridos vitales por adueñarse de sus vidas y en sus dificultades para cambiar el tonto aburguesamiento que domina al mundo de abajo. En definitiva, esta novela también obliga a los lectores a explorar caminos que le ayudarán a entender el sentido de la vida.

Pero la novela exige tiempo, pues la narración está llena de momentos muertos en la que la acción se suspende para dar curso a conversaciones que hoy pueden sonar algo eruditas, algunas de ellas de más de cincuenta páginas. No obstante, nunca tuve dudas sobre mi decisión de releerla. ¿O acaso la buena literatura no es siempre un ejercicio de distanciamiento del tráfico mundano?.
(Publicado en Revista Capital N°200, marzo de 2007, p. 128).