lunes, diciembre 28, 2009

EL MIEDO DE LOS CORDEROS
  • El miedo ha sido un eficiente obstaculizador de la movilidad y dinámica social.
El silencio de los inocentes es la insulsa traducción que recibió para Hispanoamérica el título de la novela del estadounidense Thomas Harris (1988) y que en España fue comercializada bajo su verdadero nombre: El silencio de los corderos. En esta obra se basó la película homónima ganadora de cinco premios Óscar. El filme comienza con Clarice Starling, una joven agente del FBI que, como sabremos en las siguientes escenas, corre por los bosques de Langley, Virginia, mientras su respiración agitada anticipa que algo grave va a pasar; tensión que se incrementa en cada uno de los encuentros de la agente con Hannibal Lecter, el brillante psiquiatra sicópata confinado por crímenes de canibalismo.

Al margen del relato literal, esta película también puede ser vista como una puesta en acción de la permanente tensión entre el pastoril statu quo y el incontrolable miedo generado por la dinámica social. Detrás de la opción por el inmovilismo se mece el temor a que se alteren los equilibrios históricos. En El Silencio… el miedo a la dimensión de lo desconocido, a Lecter y desde luego al sicópata de turno –que con su ayuda, Clarice descubrirá–, paraliza al FBI. Sólo ella corre los riegos que la tarea exige, incluso yendo contra los usos del aparataje policial del que forma parte.

El miedo como sustentador del establishment no debería extrañar. Ya en 1832 Diego Portales testimoniaba que en Chile el orden social no sólo era apuntalado por el siniestro peso de la noche, sino que –no sé si se quejaba o se alegraba– lo sostenía la circunstancia de no contar con “hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública”. O, en palabras más actuales, el orden social se basaba en la escasez de un espíritu republicano crítico y receloso del poder.

En los últimos cincuenta años ese beneplácito ante el statu quo, eficaz obstaculizador del cambio, ha originado diversas manifestaciones. Por ejemplo, en el terreno electoral han sido las campañas del terror que bombardearon a los ciudadanos en los años 1964 (miedo al comunismo), 1988 (miedo a la democracia) e incluso este año (miedo a la derecha). Todo ello sugiere que los chilenos se sienten interpretados por el refrán que “más vale diablo conocido que ángel por conocer”.

Me inclino a pensar que esas líneas del epistolario portaliano y esa manera de enfrentar las elecciones son barreras culturales que deberán removerse en el Chile del siglo XXI.
Desgraciadamente, esa pasividad cívica facilita la predisposición de los más fuertes a abandonar la persuasión como herramienta política y a que opten por imponer sus preferencias venciendo antes que convenciendo.

La seducción política exige ilustración, esfuerzo y voluntad. La fuerza sólo requiere poder. Tal vez en un escenario de quiebre con la metrópoli (siglo XIX) o de guerra fría (siglo XX) el incontrarrestable poder haya sido una arma utilitaria políticamente entendible. Pero hoy, que es posible discurrir en torno a las diferentes posturas sin poner en peligro la estabilidad social, el recelo al debate resulta incomprensible. Parece tan obvio que sin una disputa de ideas, éstas pierden convicción y pasan a ser meros dogmas.

En la granja de los corderos no existen divergencias culturales ni pluralidad de formas de vida. Como nos recuerda Fernando Savater: Toda endogamia es asfixiante. En ese tipo de sociedades priman casi sin contrapeso las reglas del reposo ciudadano y de la unanimidad. En cambio, en una sociedad que estimula el sentido crítico y republicano ante el poder, esas reglas y el miedo que las sustenta se rompen. En este segundo escenario, los ciudadanos evitan jibarizarse al ritmo opresivo de los espasmos del miedo y, en último término al menos, se libran del canibalismo propio del poder.

Publicado en Revista Capital N°268 de diciembre de 2009 (p. 76).