lunes, mayo 19, 2008

LA BOMBA DE LA PÍLDORA

Catorce días antes de que se conociera el fallo sobre la píldora, el Tribunal Constitucional emitió un comunicado inédito para enfrentar un vendaval de trascendidos sobre el alcance de esa sentencia que estaba en proceso de redacción.

¡Qué diferencia de probidad y reserva con el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia! Recuérdese, por ejemplo, el hermetismo con que se mantuvo el fallo que desechó la solicitud de fusión entre Falabella y D&S.

En cambio, en el caso de la píldora alguien se fue de boca. Esta infidencia republicana originó una guerrilla de impugnaciones y defensas. A través de esos dimes y diretes supongo que se intentaba influir en la redacción final que se le daría a los acuerdos adoptados. La vieja costumbre fáctica de la mano mora.

Pareciera que el país carece de la madurez suficiente para debatir temas relativos a una agenda cultural real que en vez de pretender imponer preferencias personales como verdades absolutas respete la autonomía de los individuos para autodeterminarse.

Como en todas las cosas, habrán varias explicaciones de esta deficiencia. Creo no equivocarme al pensar que llevar esta discusión al Tribunal Constitucional y no plantearla, en forma abierta y transparente, en el Congreso, el escenario natural en una democracia para zanjar ese tipo de incordios, es representativo del miedo existente a debatir ideas que impera en el país. Tal es la magnitud de ese temor que no se repara en que al hacerle el quite a esa discusión en el espacio institucional adecuado (el Congreso), la consecuencia es que las ideas pasan a ser dogmas sin sentido.

En este caso es innegable que el debate público devino en una monserga ideológica. El artículo de El Siglo: Dictadura moral versus libertad de decidir; o la carta mercurial: los fallos del Tribunal Constitucional son inconstitucionales, son muestras de esa ideologización. Otros, incapaces de participar incluso en ese minusválido debate ciudadano, optaron por excluirse y manifestarse mediante bombas, como esa explotada en la Universidad de Los Andes.

En Chile no se comprende que vivir en una sociedad abierta y plural requiere aceptar la divergencia cultural. Lo anterior se traduce –como ya dije– en que cada individuo es libre para regirse por sus propias convicciones morales. Si estima que la píldora es abortiva, entonces no la toma, salvo que sea un fariseo. Atribuirle al derecho en lo referente a las costumbres una fuerza que exceda la convicción resulta en extremo voluntarioso, pues las trabas legales no impedirán las altas tasas de abortos que ostentamos ni la venta clandestina (y más cara) de la píldora.

Para aprobar el examen de pertenencia a las sociedades occidentales, Chile debe ser capaz de discurrir en torno a esas diferencias sin poner en riesgo la estabilidad social y política. El incremento de la riqueza sólo es una condición necesaria, pero no suficiente, para ser admitido a ese club. Chile y su establishment podrán sentirse muy honrosos de la invitación a formar parte del selecto grupo de naciones miembros de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), pero ni por un segundo nos confundamos. Esa admisión no certifica la libertad ni la tolerancia. Ya está bueno de tener buenas notas en economía y reprobar los ramos humanistas.

Publicado en Revista Capital N°228, mayo de 2008, p. 164.