lunes, junio 16, 2008

PREMIO JAÉN

● Dos autores pródigos en sutilezas, tan diferentes a los Houellebecqs de siempre

En los años impares los vientos andaluces soplan fuerte hacia el Sur. El 2003, Jorge Guzmán los aprovechó con Cuando florece la higuera. Y el 2007, Roberto Brodsky con Bosque Quemado. Ambos ganaron respectivamente el Premio Jaén de Novela, certamen literario convocado por la Editorial Mondadori y patrocinado por la Obra Social de Caja Granada (es decir, quienes aseguran la distribución y unos buenos euros, lo que no es menor).

No sé muy bien cómo interpretar que ninguna de esas dos novelas haya destacado por figurar en las listas de libros más vendidos que publican nuestros suplementos culturales, como presumo habría ocurrido en un país más culto. Una explicación que se me viene al seso es que, como esas obras no tienen guiños a la farándula o los realities, no resultan atractivas para el público masivo. Ellas están lejanas de lo efímero, lo pasajero, lo que es importante hoy y no lo será mañana. Guzmán y Brodsky se la jugaron por una literatura más profunda, menos comercial, que a ese público le aburre.

Algo tendrá que ver también –me digo– la calidad del lector contemporáneo chileno, reflejada tanto en los magros resultados sobre el nivel de comprensión lectora que arroja el Simce como en el 85% de los chilenos de entre 16 y 65 años que no es capaz de comprender bien lo que lee, según concluye el Estudio Internacional de Nivel Lector de Adultos (IALS).

Ambos relatos tienen como telón de fondo los años de la dictadura y de la transición. Como buenos prosistas, Guzmán y Brodsky tampoco se dejaron tentar por los clichés políticamente correctos. El mundo que relatan no está dividido en blancos y negros, más bien priman las fracturas, vacilaciones y fragilidades de sus protagonistas: los no blancos, como diría el propio Guzmán. Creo que ahí radica la fuerza y credibilidad de esas obras.

A diferencia de Guzmán, la prosa de Brodsky es más ágil y moderna. Sin embargo, al igual que en Cuando florece la higuera, caracterizada por un lenguaje más académico, Bosque Quemado también es exigente con su público.

En Bosque Quemado, Brodsky ha dado un salto literario potente. No es raro encontrar en pasajes de su relato una sensibilidad tan depurada como la mostrada por Philip Roth en Patrimonio, libro que también trata sobre la decrepitud de los padres. Tal como la muerte del progenitor de Roth fue un punto de inflexión en la carrera literaria de este autor estadounidense, Brodsky necesitó de Bosque Quemado para exorcisar su vivencia personal y entregarnos un relato conmovedor donde juega con maestría sobre la cuerda floja que divide la realidad de la ficción, sin ninguna sensiblería.

A Jorge Guzmán, por el contrario, ya le conocíamos esas dotes. No en vano con su primera novela Job-Boj obtuvo el segundo lugar en el concurso de novela convocado por Editorial Seix Barral (1967); y en Ay mamá Inés (1993) y en La ley del gallinero (1999) nos deleitó con un lado de lo no blanco de Inés de Suárez y de Diego Portales.

Qué agradable fue reencontrarme con dos autores tan pródigos en sutilezas. ¿A usted no le pasa como a mí, que me irrito con el deterioro del pudor en algunos textos? ¿Acaso –pregunto a los Houellebecqs de hoy y de siempre– hay necesidad, por ejemplo, de hacer descripciones anatómicas detalladas para dotar de erotismo a una obra? Al escritor de oficio le basta con mostrar una sonrisa o el roce inesperado de una mano sobre el hombro. Si me contradicen, vuelvan a Madame Bovary o Las Relaciones Peligrosas (Les liaisons dangereuses) y luego seguimos conversando.

Publicado en Revista Capital Nº230, junio de 2008, p. 115.