lunes, febrero 26, 2007

AMÉLIE NOTHOMB: LA ECONOMÍA Y LA EXTRAVAGANCIA.

Amélie Nothomb (Japón, 1967) junto a sus padres, diplomáticos belgas, pasó su infancia y adolescencia en China, Japón, Birmania, Estados Unidos, Laos y Bangladesh. Volvió a Europa a los 17 años, enriquecida por un bagaje cultural difícilmente comparable al de sus coetáneos. En la actualidad reside en Bruselas. Desde 1992 ha publicado al menos una novela corta cada año, entre las que destaca “Estupor y temblores” (Anagrama, 2000), con la que obtuvo el Gran Premio de la Academia Francesa y también el otorgado por los internautas. En una encuesta del diario francés Le Figaro, un representativo grupo de críticos eligió a Nothomb como la escritora favorita de las personas menores de cuarenta años. Sus libros venden más de medio millón de ejemplares, y han sido traducidos al castellano, inglés, italiano, chino y japonés.

El procedimiento escritural de Nothomb es descrito como una puntada al derecho y otra al revés. Ninguna hebra suelta. Sin colgajos ni barroquismos. Todo en su lugar. Sin embargo, a pesar de su extrema economía de palabras, en cada frase dispara miles de agujas desde la cerbatana de su lápiz. La fuerza expresiva que provoca tal contención hace que sus personajes puedan enfrentarse sin concesiones entre ellos y con el lector, con una sencillez tal que uno olvida que se trata del efecto de una técnica depurada que se domina con maestría. Obstinada, perversa, implacable, en las historias de Amélie Nothomb los personajes son extravagantes, y están casi siempre al límite de la cordura.

Antichrista (Anagrama, 2005), su última novela traducida al castellano, puede ser leída como una fábula sobre la humillación humana, el control de nuestros sentimientos por seres fuertes sólo en apariencia y la rendición individual ante las exigencias sociales. Estos motivos ya habían sido explorados en Estupor..., obra que gira en torno a la insana relación entre la protagonista occidental y su superiora inmediata Fubuki.

Antichrista relata la amistad de dos adolescentes durante el primer año de universidad en Bélgica. Desde el comienzo se adivina el desenlace de esta relación, lo que no le resta suspenso ni emoción al relato. Blanche y Christa no tienen en común más que la edad, 16 años. Llena de complejos, Blanche admira a escondidas a Christa, una joven mitómana y desaprensiva que hará de Blanche su presa perfecta. Al inicio, Blanche se siente feliz por haber conseguido una amiga. Christa empezará por invitarse a la casa de Blanche y lentamente se irá apoderando de su mundo, consiguiendo, por supuesto, que Christa la abomine.

Este relato advierte sobre las falsas amistades adolescentes, que embaucan a quien aparece como el más débil, y tiene el mérito de mostrarnos -al final- a una Blanche que no se doblega y sobrevive ante esta Antichrista, sin importar que vuelva a ser, como al principio de la novela, solitaria, poco querida por sus compañeros e incomprendida por sus padres. Pero esa externalidad poco importa, pues tras esta experiencia Blanche ha crecido interiormente, aprendiendo a aceptarse como es, libre de toda manipulación.

¿Qué provoca el éxito de Amélie? Sin duda su conmovedora humanidad, pero también su excentricidad. El resultado es una narración viva, llena de imprevisión y aparente desorden. Igualmente, en ese éxito influye el perfil atractivo de su autora, patente en sus relatos: Nothomb, al igual que sus protagonistas, no sólo goza de sagacidad, sino que también, en las formas, por ejemplo, se deleita de sus vestimentas exóticas, sombreros estrafalarios y maquillajes llamativos. En fin, la obra de Amélie Nothomb es una lectura imprescindible llegado el momento de hablar de literatura contemporánea; y, ella, como personaje, también es fascinante.
(Publicado en Revista Capital, N°156, mayo de 2005, p. 140).

viernes, febrero 23, 2007

EL ORIGEN DEL MUNDO

Desde hace un año que no deja de rondarme la pintura de Gustave Courbet titulada El origen del mundo. Tropecé por primera vez con ese óleo en la novela Un animal mudo levanta la vista (Germán Marín, Sudamericana, 2002) y luego en La joven de blanco (Jorge Marchant, Alfaguara, 2004). Está también la novela de Jorge Edwards. Pero no sólo en esas novelas chilenas encontré alusiones a la misma, sino que también en la novela portuguesa Tristano muere (Antonio Tabucchi, Anagrama, 2004). Estas constantes referencias a ella me arrastraron a la Internet. Tras pulsar un par de teclas, se extendió antes mis ojos, con toda su extraordinaria fuerza, el torso de una joven mujer desnuda, sin rostro, con un transgresor, aún hoy, close up de sus partes pudendas, expuestas con todo realismo, incluso mayor que el capturado por los más potentes lentes fotográficos.

¿Por qué emerge ese cuadro en novelas chilenas? No lo sé, con precisión. Pero me arriesgo a pensar que algo tiene que ver la ignota estadía del pintor norteamericano James Whistler en Chile, quien se radicó en Valparaíso entre marzo y septiembre de 1866. Si no hubiese sido por ese viaje quizá ni Marín ni Marchant ni Courbet hubieran tenido por musa a Joanna Hiffernan, la irlandesa que posó para ese óleo. Durante la misteriosa escapada de Whistler a estas lejanas tierras, éste dejó a Joanna bajo la protección de su amigo Courbet. No pasó mucho tiempo antes que la insinuante pelirroja Joanna se transformara en conviviente del buen Courbet.

En mi breve investigación sobre el cuadro de Courbet, descubrí que desde que fuera pintado, en 1866, por encargo del diplomático turco Khalil-Bey, permaneció oculto por 130 años, sólo accesible a la curiosa mirada de sus sucesivos poseedores y de la clientela voyeur de éstos. Además, me enteré que ese embajador escondió el cuadro en su baño, tras una cortina verde y que, en 1868, pasó a manos de un famoso barítono de la ópera de París. Pero la autocensura siguió su curso, pues ese cantante también la mantuvo cubierta. Hasta entonces eran tan pocos los ungidos con su visión que en torno a la obra surgió toda una leyenda. Así, por ejemplo, los hermanos Goncourt proclamaron que la desnudez representada en la pintura era tan “bella como la carne de un Correggio”; en cambio, Maxime Du Camp, el compañero de viaje de Flaubert, expresó que esa tela era “la basura perfecta para ilustrar las obras del marqués de Sade”. En lo más personal, se comentó que la esposa del barítono le desagradaba el tiempo que su marido (¿onanista?) pasaba frente a la tela.

En 1888, la pintura, aún innominada, fue entregada a un marchante, quien sólo la exhibía en su trastienda a los más selectos eventuales compradores. Luego viene un interregno que nada se sabe del cuadro. Pero -en 1912- una galería prestigiosa compra la tela por cuenta de una señorita Vial (¿será algo de la familia chilena de igual apellido?). Enseguida, la obra comienza un periplo internacional que la lleva a Budapest y, en 1935, un especialista en Courbet se refiere a ella, por primera vez, bajo la denominación: El origen del mundo, título que permanecería en el tiempo. En marzo de 1944, pasa a manos de los nazis y seguidamente al ejército rojo. Se sabe que -en 1955- vuelve a Francia y que, en 1967, se publica la primera fotografía de la misma; diez años más tarde, es reproducida en un libro de arte; y, en la década de los ochenta, se cuelga, también por vez primera, de las paredes de un museo: The Brooklyn Museum of Art. En 1994, Jacques Henric publica Adoratíons perpétuelles, cuya portada reproduce la pintura, novela que adquiere gran difusión al ser confiscada en razón de esa reproducción. Por último, el 26 de junio de 1995 el ministro de cultura francés pronuncia un discurso celebrando el ingreso de la tela a las colecciones nacionales, pero evita a toda costa que lo fotografíen junto a ella.

Me he servido de esta reseña sobre El origen del mundo para concluir recomendándoles cuadro novelas sólidas (la de Marín, Marchant, Edwads y Tabucchi), redondas dirá más que alguien, que estoy seguro les permitirán sobrellevar este esquivo invierno que demora su plena llegada. Y si viajan, no olviden que los domingos el Museo de Orsay es gratis y ahí podrá parapetrarse en una esquina a observar las más diversas actitudes y reacciones que enfrentan, cuasi-hipnóticos, sus visitantes al “contemplar la zarza ardiente del cuadro”, como llama eufemísticamente Marín al sexo femenino.
(Publicado en Revista Capital, N°158, junio de 2005, p. 170).

lunes, febrero 19, 2007

DESACRALIZAR EL CÓDIGO CIVIL

Formo parte de aquel universo de estudiantes que fuimos educados en la creencia que el Código Civil era una verdad evangélica: inmodificable. Como se sabe ese cuerpo legal regula los principales aspectos de nuestra vida: entre otros, los vínculos de parentescos, el paso desde el nacimiento hasta la muerte, la vida familiar y el sistema de relaciones económicas o contractuales. Este año el Código Civil chileno cumple 150 años desde su promulgación. Al momento de su entrada en vigencia se lo advirtió como una virtuosa transacción entre innovación y tradición. Así, a modo ilustrativo, en su mensaje se afirmaba: “La promesa de matrimonio se somete enteramente al honor y conciencia de cada una de las partes y no produce obligación alguna ante la ley civil” (secularización de las instituciones); pero agregaba: “el matrimonio que es válido a los ojos de la Iglesia, lo es también ante la ley civil” (tradición).

El inherente impulso modificador del ser humano ha encontrado en el Código Civil una muralla inaccesible. Tanto es así que ha sobrevivido a tres constituciones políticas y a los radicales cambios vividos desde la mitad del siglo XIX. Después de todo, 150 años de vida es un verdadero éxito para una ley, circunstancia que debería llamar a la reflexión al momento de introducir modificaciones.

Así y todo, hoy el Código Civil es un cuerpo legal que enfrenta importantes desafíos. Algunos, lo ven sobrepasado y alegan la necesidad de adecuarlo a los parámetros culturales imperantes. Otros, más escépticos ante las reformas jurídicas, valoran el mérito de sus normas abstractas y generales, pues piensan que ellas permiten por la vía judicial integrar esos nuevos paradigmas culturales. Algo de lo primero, ya se hizo (en 1998) en materia de derecho de familia, al eliminarse la oprobiosa distinción entre hijos legítimos e ilegítimos (o eufemísticamente de primera y segunda clase).

En todo caso, este aniversario es una excelente ocasión para repensar algunos de sus supuestos y creo que el congreso que organiza la Universidad de Chile, que se celebrará en octubre de 2005, debería dar inicio de una profunda y fructífera meditación del estamento político y social sobre este aspecto.

Por ejemplo, se debería replantearse si se mantendrá la limitada capacidad para disponer de los bienes propios que consagra el Código Civil.+ Como se sabe, los individuos sólo pueden distribuir con libertad una parte muy reducida de éstos, pues están contreñidos por normas muy restrictivas que deciden por ellos el destino de su patrimonio. Así, en la actualidad, si existen descendientes, ascendientes o cónyuge sobreviviente, el testador sólo puede disponer libremente de una cuarta parte de sus bienes.

¿Con qué legitimidad el Estado inhibe la libre disposición de nuestros bienes? La cuestión queda planteada. Espero que en su resolución se privilegie la autonomía individual y no se legitime y persevere en las obstaculizadoras normas del Código Civil
(Publicado en Revista Capital, N°160, julio de 2005, p. 164).

viernes, febrero 16, 2007

VERA DRAKE: REALISMO VERSUS CINISMO.

La película británica Vera Drake relata la vida de una mujer inglesa de los años 50 que vive con su marido y sus dos hijos. Ella lleva una vida pública en la cual destaca por su sencillez y solidaridad y, en forma paralela, tiene una segunda vida, clandestina, pero igualmente fraternal. En esta última, su filantropía hace que ayude, con ingenuidad si se quiere, a abortar a jóvenes de escasos recursos. Cuando una mujer es hospitalizada, Vera es detenida y procesada, momento en el que su mundo familiar y feliz se derrumba.

El oficio mostrado por el director del filme, Mike Leigh (61 años), para disecar a escala humana las relaciones sociales y debatir sobre el aborto y las diferencias de derechos y posibilidades dependiendo del origen social, es un bálsamo entre tanta película hollywoodense concentrada en explotar hasta el paroxismo los efectos especiales, como si a través de ellos se pudiere escapar del mundo real y concreto (muchas veces poco amigable), sumergiéndose en la alienante fantasía del superhéroe, donde toda epopeya es posible. De tal dimensión es el descarnado realismo, lúcido también, que Leigh pone en movimiento que a los espectadores les resulta imposible no pensar sobre los temas trascendentes que éste escenifica.

El cinismo tampoco escapa del penetrante lente de Leigh, por mucho que se alegue que en este frente el director cae en reduccionismos al contrastar el destino que sufre Vera con el que le espera a la hija de una familia adinerada en una situación análoga. Esta última puede interrumpir impunemente su embarazo amparada en una hipócrita complicidad social, previo pago de informes psiquiátricos que justificarían esa suspensión. No obstante esa suerte de ripio, Leigh supera el test de la blancura de la obviedad al evitar conclusiones superficiales, como podría ser un protagonista pronunciando un discurso patético en contra del aborto o una imagen de un niño corriendo por un paisaje primaveral idílico.

Tampoco está ausente a su inspección social, una feroz crítica a aquellos tribunales que se empecinan en una justicia formal, cuya severidad revitaliza la prevención que nos hace uno de los más grandes tratadistas alemanes en orden a que “un Estado de Derecho debe proteger al individuo no sólo mediante el derecho penal, sino también del derecho penal” (Roxin).

Al recibir el galardón León de Oro a la Mejor Película en el Festival de Venecia, Leigh declaró que “en un mundo escéptico, es algo maravilloso y tranquilizador ver que películas europeas serias, de bajo presupuesto, comprometidas e independientes sean reconocidas”.

Si aún no la ha visto, todavía es tiempo de enmendar su distracción. Estoy seguro que agradecerá esta sugerencia.
(Publicado en Revista Capital, N°164, septiembre de 2005, p. 156).