viernes, febrero 23, 2007

EL ORIGEN DEL MUNDO

Desde hace un año que no deja de rondarme la pintura de Gustave Courbet titulada El origen del mundo. Tropecé por primera vez con ese óleo en la novela Un animal mudo levanta la vista (Germán Marín, Sudamericana, 2002) y luego en La joven de blanco (Jorge Marchant, Alfaguara, 2004). Está también la novela de Jorge Edwards. Pero no sólo en esas novelas chilenas encontré alusiones a la misma, sino que también en la novela portuguesa Tristano muere (Antonio Tabucchi, Anagrama, 2004). Estas constantes referencias a ella me arrastraron a la Internet. Tras pulsar un par de teclas, se extendió antes mis ojos, con toda su extraordinaria fuerza, el torso de una joven mujer desnuda, sin rostro, con un transgresor, aún hoy, close up de sus partes pudendas, expuestas con todo realismo, incluso mayor que el capturado por los más potentes lentes fotográficos.

¿Por qué emerge ese cuadro en novelas chilenas? No lo sé, con precisión. Pero me arriesgo a pensar que algo tiene que ver la ignota estadía del pintor norteamericano James Whistler en Chile, quien se radicó en Valparaíso entre marzo y septiembre de 1866. Si no hubiese sido por ese viaje quizá ni Marín ni Marchant ni Courbet hubieran tenido por musa a Joanna Hiffernan, la irlandesa que posó para ese óleo. Durante la misteriosa escapada de Whistler a estas lejanas tierras, éste dejó a Joanna bajo la protección de su amigo Courbet. No pasó mucho tiempo antes que la insinuante pelirroja Joanna se transformara en conviviente del buen Courbet.

En mi breve investigación sobre el cuadro de Courbet, descubrí que desde que fuera pintado, en 1866, por encargo del diplomático turco Khalil-Bey, permaneció oculto por 130 años, sólo accesible a la curiosa mirada de sus sucesivos poseedores y de la clientela voyeur de éstos. Además, me enteré que ese embajador escondió el cuadro en su baño, tras una cortina verde y que, en 1868, pasó a manos de un famoso barítono de la ópera de París. Pero la autocensura siguió su curso, pues ese cantante también la mantuvo cubierta. Hasta entonces eran tan pocos los ungidos con su visión que en torno a la obra surgió toda una leyenda. Así, por ejemplo, los hermanos Goncourt proclamaron que la desnudez representada en la pintura era tan “bella como la carne de un Correggio”; en cambio, Maxime Du Camp, el compañero de viaje de Flaubert, expresó que esa tela era “la basura perfecta para ilustrar las obras del marqués de Sade”. En lo más personal, se comentó que la esposa del barítono le desagradaba el tiempo que su marido (¿onanista?) pasaba frente a la tela.

En 1888, la pintura, aún innominada, fue entregada a un marchante, quien sólo la exhibía en su trastienda a los más selectos eventuales compradores. Luego viene un interregno que nada se sabe del cuadro. Pero -en 1912- una galería prestigiosa compra la tela por cuenta de una señorita Vial (¿será algo de la familia chilena de igual apellido?). Enseguida, la obra comienza un periplo internacional que la lleva a Budapest y, en 1935, un especialista en Courbet se refiere a ella, por primera vez, bajo la denominación: El origen del mundo, título que permanecería en el tiempo. En marzo de 1944, pasa a manos de los nazis y seguidamente al ejército rojo. Se sabe que -en 1955- vuelve a Francia y que, en 1967, se publica la primera fotografía de la misma; diez años más tarde, es reproducida en un libro de arte; y, en la década de los ochenta, se cuelga, también por vez primera, de las paredes de un museo: The Brooklyn Museum of Art. En 1994, Jacques Henric publica Adoratíons perpétuelles, cuya portada reproduce la pintura, novela que adquiere gran difusión al ser confiscada en razón de esa reproducción. Por último, el 26 de junio de 1995 el ministro de cultura francés pronuncia un discurso celebrando el ingreso de la tela a las colecciones nacionales, pero evita a toda costa que lo fotografíen junto a ella.

Me he servido de esta reseña sobre El origen del mundo para concluir recomendándoles cuadro novelas sólidas (la de Marín, Marchant, Edwads y Tabucchi), redondas dirá más que alguien, que estoy seguro les permitirán sobrellevar este esquivo invierno que demora su plena llegada. Y si viajan, no olviden que los domingos el Museo de Orsay es gratis y ahí podrá parapetrarse en una esquina a observar las más diversas actitudes y reacciones que enfrentan, cuasi-hipnóticos, sus visitantes al “contemplar la zarza ardiente del cuadro”, como llama eufemísticamente Marín al sexo femenino.
(Publicado en Revista Capital, N°158, junio de 2005, p. 170).

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