CUESTIÓN DE RITMO
Muchas veces te he escuchado exclamar: ¡Cuánta página demás! Si bien es cierto que la economía de palabras y la fluidez del relato contribuyen a capturar al lector, de ahí la importancia de las primeras líneas de toda obra literaria, estarás de acuerdo que si al leer no tienes una predisposición corpórea, temporal y anímica difícilmente podrás, como dice McEwan en Sábado, percibir la vibración de las sílabas alrededor de tu lengua y sentir la fuerza sensorial de la literatura. Tomar un libro cuando tienes que partir en diez minutos excluye todo posible deleite. Hay que avanzar de un tirón con las páginas iniciales, sumergirse en la atmósfera del texto, sensualizarse entre las sutilezas de las palabras, detener el tiempo exterior.
Esta reflexión me lleva a preguntarme si todas las páginas de una obra son imprescindibles. Quizás esta característica sea una aspiración de la novela contemporánea. Pero cuántos episodios y lecturas extraordinarias nos perderíamos si exigiéramos eliminar todo sobrante, definición que en sí ya acarrea un buen dilema.
Muy unido a ese pensamiento está el problema de aquellos autores que empiezan imparables, pero que se desinflan al acabar. Citas a Bolaño en Estrella distante y al propio McEwan en Amor perdurable. Coincido en que ambos textos se desvanecen en su último tercio, pero observó que la presentación que hace Bolaño -a esta altura San Bolaño- en los primeros capítulos, de las hermanas Garmendia y Alberto Ruiz-Tagle, sus protagonistas, resulta cautivante. Asimismo, qué importa que McEwan se desmorone cuando gracias a su prosa pudimos sentir que nosotros también corríamos, junto a cinco labriegos que sí forman parte del libreto, en ayuda de aquel anciano que colgaba de una cuerda de un globo aerostato descontrolado y que estaba a un tris de soltarse y estrellarse en la tierra. ¿No son acaso esas páginas una clase magistral de cómo manejar el ritmo y el suspenso?, sólo comparables con aquellas en que pasamos revista, esta vez de la mano de Urania Cabral, a los favoritos de dictador Trujillo al ir descubriendo las viejas casas que éstos habitaban en el malecón de la capital dominicana (Vargas Llosas: La fiesta del Chivo).
Todos esos ejemplos se refieren a comienzos excepcionales. Quiero finalizar aludiendo a dos novelas, una chilena y otro española, en que pasa justo lo contrario. Cuando las terminé tuve una gran pena. Hubiera querido que continuaran, pues sus personajes y atmósferas se ensanchaban cada vez más. Me refiero a La mujer de mi vida de Carla Guelfenbein y a La velocidad de la luz de Javier Cercas. En ambos textos el lector se va prendiendo a medida que se adentra en el último tercio de la obra.
No sé si quedarme con un buen comienzo o con un buen final. Por el momento, continuaré acomodándome en mi desguañangada poltrona sin saltarme ni una página. No vaya a ser que se me escapen algunas líneas admirables si exijo mucha economía en la prosa.
Muchas veces te he escuchado exclamar: ¡Cuánta página demás! Si bien es cierto que la economía de palabras y la fluidez del relato contribuyen a capturar al lector, de ahí la importancia de las primeras líneas de toda obra literaria, estarás de acuerdo que si al leer no tienes una predisposición corpórea, temporal y anímica difícilmente podrás, como dice McEwan en Sábado, percibir la vibración de las sílabas alrededor de tu lengua y sentir la fuerza sensorial de la literatura. Tomar un libro cuando tienes que partir en diez minutos excluye todo posible deleite. Hay que avanzar de un tirón con las páginas iniciales, sumergirse en la atmósfera del texto, sensualizarse entre las sutilezas de las palabras, detener el tiempo exterior.
Esta reflexión me lleva a preguntarme si todas las páginas de una obra son imprescindibles. Quizás esta característica sea una aspiración de la novela contemporánea. Pero cuántos episodios y lecturas extraordinarias nos perderíamos si exigiéramos eliminar todo sobrante, definición que en sí ya acarrea un buen dilema.
Muy unido a ese pensamiento está el problema de aquellos autores que empiezan imparables, pero que se desinflan al acabar. Citas a Bolaño en Estrella distante y al propio McEwan en Amor perdurable. Coincido en que ambos textos se desvanecen en su último tercio, pero observó que la presentación que hace Bolaño -a esta altura San Bolaño- en los primeros capítulos, de las hermanas Garmendia y Alberto Ruiz-Tagle, sus protagonistas, resulta cautivante. Asimismo, qué importa que McEwan se desmorone cuando gracias a su prosa pudimos sentir que nosotros también corríamos, junto a cinco labriegos que sí forman parte del libreto, en ayuda de aquel anciano que colgaba de una cuerda de un globo aerostato descontrolado y que estaba a un tris de soltarse y estrellarse en la tierra. ¿No son acaso esas páginas una clase magistral de cómo manejar el ritmo y el suspenso?, sólo comparables con aquellas en que pasamos revista, esta vez de la mano de Urania Cabral, a los favoritos de dictador Trujillo al ir descubriendo las viejas casas que éstos habitaban en el malecón de la capital dominicana (Vargas Llosas: La fiesta del Chivo).
Todos esos ejemplos se refieren a comienzos excepcionales. Quiero finalizar aludiendo a dos novelas, una chilena y otro española, en que pasa justo lo contrario. Cuando las terminé tuve una gran pena. Hubiera querido que continuaran, pues sus personajes y atmósferas se ensanchaban cada vez más. Me refiero a La mujer de mi vida de Carla Guelfenbein y a La velocidad de la luz de Javier Cercas. En ambos textos el lector se va prendiendo a medida que se adentra en el último tercio de la obra.
No sé si quedarme con un buen comienzo o con un buen final. Por el momento, continuaré acomodándome en mi desguañangada poltrona sin saltarme ni una página. No vaya a ser que se me escapen algunas líneas admirables si exijo mucha economía en la prosa.
(Publicado en Revista Capital Nº171, diciembre 2005, pág. 28)
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