MEJOR, VOLVAMOS A LA CATEDRAL
Leí Conversación en la Catedral el año pasado. Con anterioridad, me habían bastado para engrosar la lista de admiradores del Vargas Llosa novelista (el otro, el ensayista, me ahoga con tanta discutible certeza), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del Chivo (2000), obras que devoré tan pronto fueron publicadas.
Nada tiene de inusual que hubiera admirado a su autor con tan sólo haber leído esas novelas más tardías. Sobre todo cuando algunos notables creen que la extraordinaria carpintería interior de La fiesta…, al entremezclar un lenguaje perfecto (claro, transparente y preciso) con planos, épocas, personajes y voces narrativas de modo que en ningún momento el lector se extravía mientras el protagonista habla, piensa y actúa, hace de esta obra una de las mejores novelas latinoamericanas del siglo XX. Por lo menos ese es el juicio del escritor cubano, radicado en España, Carlos Alberto Montaner (61 años).
Tal vez la treintena de años transcurridos entre la publicación de Conversación… y La fiesta…, y ser el Chivo tan reciente, sea la causa de tanta admiración por parte de Montaner. ¿Cuál de las dos novelas es mejor? No respondas sin antes leer o redescubrir Conversación…, sólo entonces compromete una respuesta.
Estoy seguro que coincidirás con Bolaño (Entre paréntesis, Anagrama, 2004) en que La fiesta…, y yo agrego La guerra de Galio (Héctor Aguilar Camín, Alfaguara, 1991), no son más que meras notas a pie de página desagregadas o prescindibles de la obra maestra: Conversación en la Catedral, tanto por su estructura como por su argumento.
Al igual que muchas creaciones de Vargas Llosa, Conversación… permite dos o tres lecturas.
Se la puede leer, por ejemplo, como una novela sobre dictadores, pero una aproximación restringida sólo a lo coyuntural la limita a un simple manual opositor a la dictadura del general Odría, quedando sin explicación su sobrevivencia luego de 35 años desde su primera edición. Por eso, si la lees restringida únicamente a ese ángulo, lo más probable será que ella se desvanezca muy pronto de tus recuerdos, como me ocurrió con la obra del premio Nobel guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, El señor Presidente (1933), que a pesar de recrear también la sofocante atmósfera de las dictaduras latinoamericanas, hoy su lectura resulta muy difícil de sobrellevar, no por su técnica literaria sino porque carece de una dimensión metafísica más trascendente.
Conversación… también puede ser leída como un estudio psicológico sobre el abyecto juego del poder. Esa mirada encandilará a los feligreses del poder, quienes de seguro no tendrán ojos para intentar una aproximación diversa.
Otra lectura es la estética. ¡Bienvenidos los puñetazos que pulverizaron y erradicaron, en latinoamérica, toda elocuencia encorsetada! Qué duda cabe que la ágil escritura de Vargas Llosa puede ser mirada como una exitosa conjura contra el autoritarismo literario decimonónico, caracterizado por una prosa fangosa en descripciones y por un narrador omnisciente que aplasta y tritura la imaginación. Tan disímil del artífice de la novela moderna: con un narrador que se independiza por completo de las odiosas y febles certezas del autor, que muchas veces recurre al lenguaje coloquial para enriquecer el idioma, y no para degradarlo, como se había estimado hasta entonces, y que entiende el curso del tiempo como un fenómeno interior que se rige más por el mandato de la mente que del reloj o el calendario.
El esfuerzo del buen lector debería estar orientado a efectuar una lectura que, a lo menos, bordee todas las miradas sugeridas.
No tengo dudas sobre que si sólo se hubiese publicado una de las novelas que conforman la genial trilogía inicial de Vargas Llosa: La Ciudad y los Perros (1963), Casa Verde (1966) o Conversación en la Catedral (1969) igualmente se consideraría al peruano como uno de los grandes renovadores de la novela en lengua castellana.
Leí Conversación en la Catedral el año pasado. Con anterioridad, me habían bastado para engrosar la lista de admiradores del Vargas Llosa novelista (el otro, el ensayista, me ahoga con tanta discutible certeza), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del Chivo (2000), obras que devoré tan pronto fueron publicadas.
Nada tiene de inusual que hubiera admirado a su autor con tan sólo haber leído esas novelas más tardías. Sobre todo cuando algunos notables creen que la extraordinaria carpintería interior de La fiesta…, al entremezclar un lenguaje perfecto (claro, transparente y preciso) con planos, épocas, personajes y voces narrativas de modo que en ningún momento el lector se extravía mientras el protagonista habla, piensa y actúa, hace de esta obra una de las mejores novelas latinoamericanas del siglo XX. Por lo menos ese es el juicio del escritor cubano, radicado en España, Carlos Alberto Montaner (61 años).
Tal vez la treintena de años transcurridos entre la publicación de Conversación… y La fiesta…, y ser el Chivo tan reciente, sea la causa de tanta admiración por parte de Montaner. ¿Cuál de las dos novelas es mejor? No respondas sin antes leer o redescubrir Conversación…, sólo entonces compromete una respuesta.
Estoy seguro que coincidirás con Bolaño (Entre paréntesis, Anagrama, 2004) en que La fiesta…, y yo agrego La guerra de Galio (Héctor Aguilar Camín, Alfaguara, 1991), no son más que meras notas a pie de página desagregadas o prescindibles de la obra maestra: Conversación en la Catedral, tanto por su estructura como por su argumento.
Al igual que muchas creaciones de Vargas Llosa, Conversación… permite dos o tres lecturas.
Se la puede leer, por ejemplo, como una novela sobre dictadores, pero una aproximación restringida sólo a lo coyuntural la limita a un simple manual opositor a la dictadura del general Odría, quedando sin explicación su sobrevivencia luego de 35 años desde su primera edición. Por eso, si la lees restringida únicamente a ese ángulo, lo más probable será que ella se desvanezca muy pronto de tus recuerdos, como me ocurrió con la obra del premio Nobel guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, El señor Presidente (1933), que a pesar de recrear también la sofocante atmósfera de las dictaduras latinoamericanas, hoy su lectura resulta muy difícil de sobrellevar, no por su técnica literaria sino porque carece de una dimensión metafísica más trascendente.
Conversación… también puede ser leída como un estudio psicológico sobre el abyecto juego del poder. Esa mirada encandilará a los feligreses del poder, quienes de seguro no tendrán ojos para intentar una aproximación diversa.
Otra lectura es la estética. ¡Bienvenidos los puñetazos que pulverizaron y erradicaron, en latinoamérica, toda elocuencia encorsetada! Qué duda cabe que la ágil escritura de Vargas Llosa puede ser mirada como una exitosa conjura contra el autoritarismo literario decimonónico, caracterizado por una prosa fangosa en descripciones y por un narrador omnisciente que aplasta y tritura la imaginación. Tan disímil del artífice de la novela moderna: con un narrador que se independiza por completo de las odiosas y febles certezas del autor, que muchas veces recurre al lenguaje coloquial para enriquecer el idioma, y no para degradarlo, como se había estimado hasta entonces, y que entiende el curso del tiempo como un fenómeno interior que se rige más por el mandato de la mente que del reloj o el calendario.
El esfuerzo del buen lector debería estar orientado a efectuar una lectura que, a lo menos, bordee todas las miradas sugeridas.
No tengo dudas sobre que si sólo se hubiese publicado una de las novelas que conforman la genial trilogía inicial de Vargas Llosa: La Ciudad y los Perros (1963), Casa Verde (1966) o Conversación en la Catedral (1969) igualmente se consideraría al peruano como uno de los grandes renovadores de la novela en lengua castellana.
(Publicado Revista Capital, N°142, octubre de 2004, p. 126).
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