miércoles, marzo 25, 2009

TRIUNFO, EXILIO y SOLEDAD

  • Gracias a su aguda y fina observación de los sentimientos y las relaciones humanas, Sándor Márai vuelve a cobrar plena actualidad en pleno siglo XXI.

El fenómeno comenzó con El último encuentro (2001), aunque esta novela ya había sido traducida al español en 1967, bajo el título A la luz de los candelabros.

Luego, la editorial Salamandra nos ha regocijado con: La herencia de Eszter, Divorcio en Buda, La amante de Bolzano, La mujer justa, Confesiones de un burgués (memorias escritas a los treinta y cuatro años), ¡Tierra, tierra! (segundo volumen de sus memorias escrito en 1972, casi cuarenta años después del primero), La extraña y ahora sus Diarios, 1984-1989.

Todas sus novelas podrían englobarse dentro del género psicológico (antes que nada describe los conflictos interiores de los personajes). Sus estructuras narrativas están conformadas por extensas conversaciones y largos monólogos, siendo más bien escasa la acción. Esas características han dado pábulo para que, no obstante reconocerse la buena prosa de Márai, se le impute algún tufillo anacrónico. No les falta razón a esos críticos, pero lo asombroso es que –con todo– ese olor a añejo en nada afecta la potencia narrativa de su obra, tan compacta como lúcida, absorbente, difícil de soltar una vez que se inicia la lectura.

Creo que el núcleo de esta fuerza radica en el uso literario que Márai hace de los secretos y del transcurso del tiempo como huellas imborrables en la conformación de las personalidades y de las relaciones sociales. Así, por ejemplo, en El último encuentro nos enfrenta a la espera por cuarenta años de dos hombres mayores, inseparables en la juventud, que ansían el reencuentro final narrado en ella; en La herencia de Eszter, al regreso demorado por años; en Divorcio en Buda, al gesto interrumpido que sólo se advierte tardíamente y cuando ya no hay nada que hacer; en El amante de Bolzano, a los esfuerzos extemporáneos por reparar un desencuentro; en La extraña, a un profesor cincuentón que emprende un viaje solitario movido por una inquietud que lo perturba desde siempre y que lo llevó, unos meses antes, a dar un vuelco radical en su vida.

Pero sin una profunda comprensión sobre la naturaleza humana, Márai habría sido incapaz de sustentar su obra en esos elementos ni desentrañar los motivos y las escenas que alimentan nuestro paso por la vida.

En cuanto a su biografía, se puede sintetizar diciendo que Márai vivió para la literatura. En los años cuarenta su fama era comparable con la de Thomas Mann o Stefan Zweig, como nos recuerda su biográfo Ernö Zeltner en Una vida en imágenes (Universidad de Valencia, 2005, 212 páginas), pero la ocupación soviética de Hungría hizo que su estrella empezara a declinar al ser tachado de escritor “decadente y burgués”. Abandonó Budapest en el 48 y terminó radicado, previa estadía en Italia y Nueva York, en San Diego, ciudad donde se disparó un tiro en la cabeza el 21 de febrero de 1989, a los 88 años, agobiado también por la muerte de su amada Lola, su única mujer, y enfrentado a la realidad de no poder valerse más por sí mismo y tener que internarse en un hospicio de ancianos. Sus cenizas están esparcidas en el mar, según sus deseos.

Publicado en Revista Capital N°248 de marzo de 2009 (p. 112).

martes, marzo 03, 2009

HUMOR EN TIEMPOS INGRATOS
  • Como dijo un filósofo estoico, si el artista intenta agradar al público, está muerto. Nada más lejos de la intención de Aravind Adiga en su novela Tigre blanco, que golpea al lector mediante la ironía y una ácida mirada a la sociedad india.
Mientras leía Tigre blanco recordé a Osvaldo Soriano, ese argentino autor de A sus plantas rendido un león. ¿La razón? El humor que cruza ambas.
Tigre blanco, escrita por el indo Aravind Adiga (34 años), ganadora en el 2008 del prestigioso premio Booker, equivalente al Goncourt francés, concedido cada año a la mejor novela del Commonwealth, es una obra que diseca a la India bajo un fino y punzante estilete. Esta novela epistolar adquiere forma a lo largo de los siete emails que el protagonista-narrador le envía al Premier chino antes de visitar éste la India. En ellos, se va deshilvanando uno a uno los principales rasgos de la actual sociedad india, con un destacable humor cítrico:
Tengo entendido que ustedes, los hombres de tez amarilla pese a todos sus adelantos en alcantarillado, agua potable y medallas olímpicas, aún no tienen democracia. Un político decía en la radio que por esa razón nosotros vamos a acabar superándolos. Nosotros quizá no tengamos alcantarillando ni agua potable ni medallas olímpicas, pero tenemos democracia (p. 95).
No es primera vez que me pregunto porqué en la literatura chilena se da tan mal la ironía, la agudeza o la chispa. En el último tiempo sólo recuerdo la aproximación a ese tipo de ingenio en la novela del actual ministro de hacienda (Lugares comunes, Editorial Planeta, 2003).
Son pocos los autores chilenos que han empleado el humor como recurso literario idóneo para meditar sobre la corrupción, la violencia política y el momento que les toca vivir. Estoy pensando en Jenaro Prieto (El socio), Enrique Araya (La luna era mi tierra), Baldomero Lillo (Inamible) y Carlos Ruiz Tagle (La revolución en Chile), sobre quienes en otras oportunidades ya me he referido.
Al igual que Adiga y otros autores extranjeros, ellos también fueron diestros al utilizar el humor como recurso literario.
¿Cuál será la causa de esa desavenencia? ¿Anorexia emocional? ¿La pesada herencia hispano colonial? O, más simple, ¿miedo a pasar por frívolo?
Me gusta la literatura que junto con ese condimento humorístico dé puñetazos. Mientras más potentes, mejor. Como lo hace Tigre blanco. Que cueste recuperarse. Al contrario de creaciones donde lo que prima es lo políticamente correcto. O esas otras donde hay demasiada contención. Prefiero el desenfado. Un filósofo estoico, Epicteto, enseñaba a sus discípulos que si el artista intenta agradar al público, está muerto. No tengo duda en que ese griego estaba en la razón. Cuántas veces hemos visto a novelistas intentar reeditar un éxito pasado repitiendo, algunos una y otra vez, una fórmula que les brindó satisfacción. En ese esmero se vuelven fofos.
Sé que en un año electoral rescatar el humor, incluso en la literatura, puede ser una ilusión algo ingenua, pues la escena social será tomada por los torpes blancos y negros... No habrá lugar para matices ni ironías. Así, deberemos recurrir a nuestros ahorros de humor o a libros como Tigre blanco para sobrevivir a lo que se nos viene encima.
Publicado en Revista Capital N°246 de febrero de 2009 (p. 98).