viernes, noviembre 19, 2010

UNA POSTA EXIGENTE
  • La vida doble trata literariamente las consecuencias políticas que se producen cuando la condición humana es sometida a presiones extremas.
En La vida doble no existe Arturo Fontaine. A diferencia de lo ocurrido en Oír su voz, su primera novela (1992), en que éste desoyó la regla de oro de la literaria flaubertiana: “El autor, en su obra, debe estar como Dios en el universo, presente en todas partes y visible en ninguna”. Esa prescindencia es uno de los logros de la obra.

Fontaine toma con decisión el testimonio de esa posta iniciada por Primo Levi en Si esto es un hombre y que continuó Jonathan Littell con Las benévolas, describiendo con maestría y suspenso lo que emerge de lo más recóndito de la condición humana cuando ésta es llevada situaciones de extrema presión.

Para esos a quienes llamábamos fuertes (los nazis), nos dice Littell, los débiles (los judíos) eran vistos como una amenaza que los incita a la violencia y al crimen sin compasión. Aunque la angustia, el temor y las dudas socavan por igual a unos y a otros, hay una esencial diferencia: los débiles, incluso en su infinita fragilidad, están conscientes de esa precariedad y la padecen humildemente, lo que exasperaba a los fuertes.
Por su parte, Fontaine recuerda que en la guerra sucia “los represores no eran monstruos: eran seres humanos. Pero estaban en una situación de impunidad que les permitía que dentro de ellos surgiera el infierno”.

La trama se resume en la historia de Irene, una guerrillera de Hacha Roja detenida por la policía secreta del régimen militar chileno y a quien no logran doblegar, pues estaba adiestrada para resistir la tortura.

Luego de un mes de espantoso tormento (narrado en forma cruda y reiterativa), y ante la frustración de sus victimarios, es dejada en libertad. Pero setenta y un días más tarde vuelve a ser secuestrada.

Esta vez los fuertes conocen su verdadera identidad y le muestran una foto de su hija, Anita, de cinco años, saliendo de la Alianza Francesa. Irene comprende que esa vida está en manos de la represión y para protegerla delata a sus, hasta ese momento, compañeros de lucha y se vuelve una colaboradora entusiasta del régimen. Pero en la redada para detener al máximo cabecilla de Hacha Roja (de nombre de chapa “Hueso”), Irene traiciona a sus recientes amigos y salva al Hueso del horrendo porvenir que lo esperaba en manos de los fuertes. Segundo acto de traición, pero que –a diferencia del anterior– éste la redime.

No comparto la crítica de Patricia Espinosa en cuanto acusa a la novela de Fontaine de “continuar la edificante cruzada de desprecio hacia las mujeres”, las que estarían –según la lectura que esa crítica hace del relato de Fontaine– dispuestas a “ofrecerse al mejor postor y mandar sus valores e ideología al basural con tal de sobrevivir”.

En mi visión, La doble vida es más bien una novela conservadora fundada en la más pura tradición cristiana que hace prevalecer valores como dar la vida por el otro y la posibilidad de redención hasta del peor traidor.

Tampoco veo que el eje de la novela esté en la manida idea de que tanto torturadores como torturados fueron víctimas, como también ha aseverado Espinosa, sino en la real jerarquía que adquieren las convicciones personales al verse enfrentadas con la vida o la muerte de quienes se ama: ante el riesgo de exponer la vida de su hija, las creencias y utopías de la madre pasan a un segundo plano. Su dilema moral se sitúa entre su lucha política y la vida de su hija.

Este dilema es representado usando como protagonista a una madre que, desde una perspectiva ética, se inmola por su hija y que por esa elección paga un costo personal de por vida. Esto no es hacer picadillo a las mujeres, exhibiéndolas como “malas madres”, como leyó Espinosa, sino todo lo contrario.

Habría “cortado rabo y oreja” a favor de Fontaine si la novela no tuviera detalles como esos de la mermelada de naranja en las tostadas, la autodefinición de regia de Irene y el jabón de verbena que usa, que restan credibilidad a la heroína e interrumpen la complicidad del lector con el relato .

P.D: Desgraciadamente, la revista Capital editó esa columna, eliminando toda referencia a la crítica del LUN Patricia Espinosa (lo excluido lo destaqué en amarillo). Si hubiese sido consultado no la habría publicado o, al menos, la habría rehecho. No entiendo aquella epidemia versallesca que se ha incoado en la vida chilena y que tanto teme a la polémica. Lo que es yo, no soportaría escribir o decir que “alguna crítica ha dicho” u otra tibieza de esa naturaleza para así estar acorde con la pusilanimidad criolla. También encuentro absurdo hablar o escribir como si yo fuese el primero o el único en referirme a un tema. Yo soy frontal y así me gusta respirar.

Publicado en Revista Capital N°289 de noviembre de 2010 (p. 185).

jueves, octubre 21, 2010

PÁJARO DE LA NOCHE

  • La excelencia en la escritura del argentino Ricardo Piglia no es ajena a su falta de ansiedad por publicar. Su última narración tiene la forma de una novela policial, pero en el fondo es un viaje al interior del hombre.

Han transcurrido treinta años desde Respiración artificial, la primera novela de Piglia. Ahora nos deleita con Blanco nocturno, su cuarta novela, en la que honra una vez más su concepción del género negro (o policial) como espejo de la sociedad, ya que –en su concepto– aporta una percepción del mundo contemporáneo mucho más fina y sutil que muchas novelas sociales.

Piglia justifica los trece años pasados desde su anterior entrega, Plata quemada, en su particular forma de trabajar: “escribo un borrador y lo dejo en reposo. La segunda versión nuevamente la dejo descansar”. Así, como la vida: su método es un continuo sistema de interrupciones. “Me ilusiona –continúa Piglia– que el tiempo se incorpore al relato y que así la obra adquiera autonomía e imaginario propio”.

Claro está que esta metodología creativa pone los nervios de punta de las editoriales. Jorge Herralde, de Anagrama, por ejemplo, le reprocha a Ricardo Piglia ser “algo parco en la escritura de novelas”. Pienso que la presión editorial por forzar a los escritores a publicar sin pausa es uno de los componentes de la actual baja calidad de muchas obras. Piglia no está dispuesto a transar y sabe que la excelencia de su producción se debe en parte a su falta de ansiedad por publicar.

Aparentemente, Blanco nocturno narra la vida de un pueblo y el infierno de las relaciones familiares en medio de la pampa, donde habita Luca Belladona, constructor de una fábrica fantasmal perdida en medio del campo y que persigue con obstinación un proyecto demencial. Un comisario, Croce, tiene la misión de investigar el asesinato de Tony Durán, forastero nacido en Puerto Rico que llega a aquel lugar remoto siguiendo a las sensuales gemelas pelirrojas Ada y Sofía Belladona. La reaparición del periodista Emilio Renzi da continuidad a su obra narrativa.

Esa es la historia, pero lo que interesa a Piglia es el relato secreto que se esconde detrás de ella, lo que sucede después del crimen, cuando éste ya ha producido efectos.

Al igual que en Respiración artificial, deambulamos entre protagonistas vencidos y memorables que entretejen una trama directa y compleja, con traiciones y negociados, un falso culpable y un culpable verdadero, trampas y pasiones.

Blanco Nocturno, en la parte inicial, es una novela policial químicamente pura, pero a medida que avanza emprende un viaje al interior del ser humano, aflorando las inseguridades, traiciones, amores, pasiones, entre otros sentimientos que le son propios, concluyendo en una conmovedora novela del género del realismo sicológico que captura al lector y lo sumerge en eso que se llama “buena literatura”.

Un aspecto formal interesante de Blanco nocturno son sus cuarenta y dos notas a pie de página, que su autor maneja como un recurso narrativo para poner en manos del lector una indispensable información complementaria, que de otro modo estorbaría el curso de la trama. Sobre ellas, Piglia ha dicho que con su inclusión pretendía que ellas fueran leídas como un relato autónomo dentro de la novela, lo que –a mi juicio– resulta otro atractivo de la obra .

Publicado en Revista Capital N°287 de octubre de 2010 (p. 187).

miércoles, septiembre 29, 2010

UN RELATO DE AMOR, VIDA Y MUERTE
  • El olvido que seremos es una obra de excepcional sensibilidad en que un hijo exorciza su desconsuelo por el asesinato de su padre.
Héctor Abad, escritor y columnista nacido en Medellín hace medio siglo, galardonado en el año 2000 con el Premio de Narrativa Innovadora de la Casa de América de Madrid, aclara que escribió este texto como un “homenaje a la memoria y a la vida de un padre ejemplar” (p. 274).
Coincidente con ese objetivo, la obra está escrita desde el punto de vista de los que reciben las balas, no desde la perspectiva de los sicarios, pues el acribillado es el padre del autor, un médico, ensayista, político y especialista en salud pública asesinado por los paramilitares en represalia por su lucha en favor de la equidad y los derechos humanos.
El día de la muerte del padre (25 de agosto de 1987), el escritor llegó al lugar del crimen minutos después de ocurrido. Lo encontró ya muerto. Lo besó y en los bolsillos de su progenitor encontró un papel en que estaba transcrito un verso de un soneto atribuido a Jorge Luis Borges sobre la transitoriedad de la existencia humana y que sirve de título a este libro: “Ya somos el olvido que seremos. El polvo elemental que nos ignora...”.
El hijo-autor ha declarado que desde que mataron a su padre supo que tenía que escribir sobre su figura, a la que amó más que a todas las cosas de este mundo; al extremo, nos dice en el relato, que “un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá” (p. 11).
Sin embargo, el dolor era tal –continúa– que debió recurrir al antídoto del tiempo para sortear los riesgos de crear una obra lacrimosa. Y esperó veinte años. El resultado ha sido una narración, en primera persona, que, aunque su tono puede hacer llorar, soslaya con éxito cualquier cursilería.
Antes de ser un texto de ficción es un ejercicio de la memoria. Un acto de resistencia contra el olvido o, al menos, el pronto olvido. Es una narración prodigiosa de una infancia y una adolescencia felices bajo el cariño del padre, un retrato de la sociedad colombiana y una crónica cotidiana de cómo surgió y creció la violencia en ese país.
El olvido que seremos es un libro testimonial, auténtico, lleno de influencias proustianas. Aunque el desenlace es terrible, curiosamente no es un libro triste ni derrotado. Está lleno de pasión y vitalidad.
La tolerancia es otro valor presente a lo largo del relato y se muestra, en particular, en la narración del diario vivir de la familia del asesinado, burguesa como tantas otras que, no obstante sus inmensas diferencias (la madre es católica tradicionalista y el padre es liberal y anticlerical), gracias al respeto mutuo y al amor que se tienen, sobrellevan sus contrastes en armonía, a diferencia de lo ocurrido en Colombia.
El mejor resumen del libro que he encontrado dice que su relato es una historia hermosa, trágica e intrigante del amor de un hijo hacia su padre, cuya vida y muerte es el eje central de esta obra; criterio que comparto plenamente .
Publicado en Revista Capital N°285 de septiembre de 2010 (p. 141).

jueves, agosto 19, 2010

AGÓNICA EDUCACIÓN CÍVICA

  • Ciudadanos en democracia” es una obra excepcional y amena que le da cuerpo al feble concepto Bicentenario que hasta ahora sostiene esa celebración.

La prueba internacional de educación cívica y formación ciudadana período 2008-9 aplicada en 38 países por la misma organización que toma la reconocida prueba TIMSS, sitúa a Chile en el lugar 24, por debajo de democracias tan recientes como Polonia, Estonia, Eslovenia, República Checa, Federación Rusa y Lituania.

Nuestra prensa relativizó ese mediocre resultado en razón de que el país era el mejor en Latinoamérica al sobrepasar a Colombia, México y Guatemala.

No me vengan con cuentos. Resulta indecoroso el desempeño de nuestros alumnos de octavo básico que –según esa prueba– fueron incapaces, por ejemplo, de explicar la doctrina de la separación de poderes.

En este año del Bicentenario, la historiadora Sofía Correa y el constitucionalista Pablo Ruiz-Tagle unieron fuerzas para entregar el texto Ciudadanos en democracia, fundamentos del sistema político chileno, que bien podría ser el punto de partida para reorientar una idónea educación cívica que saque a Chile de esa incómoda posición.

Esa esperanza nace de la siguiente circunstancia que Ciudadanos…, escrita en un lenguaje accesible e impecable, es capaz de adentrar al público general, particularmente en su primera parte, en los conceptos inherentes a la política sin mayores complejidades. Resulta muy destacable el esfuerzo emprendido por los autores para que la lectura del texto sea una charla entretenida con Platón, Heródoto, Cicerón, Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, Locke y tantos otros, que han delimitado conceptos como soberanía popular y constitucionalismo.

Así, logran que del lector concluya naturalmente en que no cualquier ejercicio del poder constituyente resulta legítimo.

Una vez sentada esa premisa clave para entender los ideales del republicanismo y del constitucionalismo, la obra se aboca, en su segunda parte (Las normas que nos rigen), a describir la estructura y funcionamiento institucional del país, a través de los siguientes siete capítulos, cuyos títulos son ilustrativos de su contenido: el sistema jurídico chileno, la Constitución, el ejercicio de la ciudadanía, el reconocimiento de los derechos fundamentales, garantías y práctica de los derechos fundamentales, estructura y funciones del Estado y el acceso a la justicia.

En la tercera y última parte de la obra (Amenazas al Estado de Derecho y a la convivencia democrática), también organizada de manera novedosa y atractiva en comparación con los estándares usuales de textos análogos, muestra cómo la sola vigencia del Estado de Derecho y la canalización racional de los conflictos no basta para garantizar los derechos fundamentales y la plena vigencia del mismo.

Los autores afirman también la necesidad de romper la pusilanimidad cívica de los chilenos en orden a combatir individual y diariamente la intolerancia, la discriminación, la violencia, el terrorismo, la tortura, el narcotráfico, la pobreza y la marginación, factores que identifican, entre otros, como aspectos que carcomen el constitucionalismo.

Al igual como Jostein Gaarder logró un sorprendente éxito literario con El mundo de Sofía, ese extraordinario curso filosófico anónimo, pienso que Ciudadanos… perfectamente podría emular el laurel de aquel texto. Los invito entusiastamente a leer la obra de Correa y Ruíz-Tagle .

Publicado en Revista Capital N°282 de agosto de 2010 (p. 135).

lunes, agosto 02, 2010

PRECARIA DIGNIDAD HUMANA
  • Los ejércitos y Todos los nombres son novelas que fabulan lúcidamente en torno a la lucha individual frente a la cotidianeidad y el poder.
El escritor colombiano Evelio Rosero ganó el Premio Tusquets de 2006 con la novela Los ejércitos, donde aborda la guerra civil que devasta a su país; la rural, no la que se desarrolla en las grandes ciudades. Una aldea limítrofe y selvática, San José, es asolada por los guerrilleros, los paramilitares, las tropas regulares y, al final, hasta por su propia población civil.

Rosero no cae en un aburrido activismo político o en una retórica ética. Aquí no hay prédica. Tampoco recurre a los soportes propios del macro-relato característico de las novelas anteriores al siglo XX. Lo de Rosero es un típico micro-relato adentrado en el drama humano que deviene a los secuestros, a las tomas guerrilleras y a las desapariciones forzadas.

La desconfianza recíproca que día a día e instala entre los habitantes de San José, hasta entonces un pueblo de paz, es de tal magnitud que ningún vecino tiene certeza, al acostarse, de en qué bando amanecerá al día siguiente. Ni cuál será el de sus vecinos. Todo se tuerce, nada es seguro. Los miedos y deseos primarios se liberan. Esta incertidumbre instaura entre padres e hijos, entre maestros y alumnos, una actitud de sospecha que carcomerá todo nexo de sociabilidad en el poblado.

La clave de esta novela es la dignidad humana degradada por el poder, aplacamiento que es representado por Ismael, el protagonista, un anciano profesor jubilado casado con la maravillosa Otilia. La desaparición de ella hace que Ismael opte por quedarse en su soledad diaria, en un San José saqueado y destruido, a la espera del regreso de su mujer, que –a su vez– es símbolo de la precariedad ciudadana ante una guerra que ella poco y nada ha incitado.

En lo formal, la obra destaca por una prosa de extrema belleza, con oraciones bien organizadas y escogidas, al igual que las palabras. El resultado puede costar al principio, pero con el pasar de las páginas se disfruta y agradece.

Recién terminada su lectura recibí la triste noticia de la muerte del extraordinario escritor José Saramago, un anacrónico, pero honesto y valiente ciudadano.

No pude dejar de vincular a Los ejércitos con esa obra monumental del premio Nobel: Todos los nombres, la que narra con igual maestría que Rosero la historia de un individuo, don José, que también lucha por no consumirse en el tedio cotidiano a través de una particular afición secreta: coleccionar datos de gente famosa que recorta de periódicos y que extrae a escondidas de las fichas del Registro Civil. Un buen día, el protagonista tropieza con el expediente de una mujer de treinta y seis años, por completo anónima, que le llama compulsivamente su atención. Entonces comienza una búsqueda desesperada y obsesiva por localizarla sin importarle las infracciones reglamentarias que ello implicara.

Tanto Ismael (Los ejércitos) como don José (Todos los nombres) son individuos enfrentados a un vacío alienante, una sensación de monotonía que adormece sus espíritus y les genera una paulatina desmotivación.

Ambas novelas son historias de amor y humanidad, escenario que a Rosero, al igual que a Saramago, le sirve para fabular sobre la pasiva subversión individual del microcosmo frente a la opresión activa de los poderosos. Así pues vemos que aunque Ismael y don José son personajes retraídos y temerosos, dentro de sí no dudan en desafiar el poder, pero sus pequeños actos de insurrección son insuficientes ante el peso de la noche .

Publicado en Revista Capital N°280 de julio de 2010 (p. 139).

lunes, junio 21, 2010

BICENTENARIO TARDÍO
  • La obra de Manuel Vicuña es una interesante manera de aproximarse a un debate republicano pendiente sobre el significado del Bicentenario.
Aunque tardíamente, ya se habla del Bicentenario. Pero creo que todavía sin relatos que desentrañen el sentido de esa celebración ni menos que intenten proyectarla más allá de los respectivos feriados.
En su reciente ensayo-biográfico sobre Benjamín Vicuña Mackenna (Un juez en los infiernos), Manuel Vicuña entrega herramientas que permiten ir supliendo esta carencia.

A través de su ágil trabajo literario nos adentra en el carácter y pensamiento de Vicuña Mackenna (VM), fallecido a los 55 años pero que, dada su trayectoria, deberíamos asumir que murió pasado los 100. Vicuña nos traslada al ambiente cultural que rodeó a la Independencia y al rodaje de sus primeros años. Así, por ejemplo, asigna a los historiadores del siglo XIX la responsabilidad de haber relevado intelectualmente al clero en la nueva era.
Esa hipótesis se complementa con otra que postula que la identidad política liberal triunfó a pesar de la “enfermiza tentación de las abjuraciones políticas tan comunes en nuestra historia” y de las derrotas en las batallas de Lircay (17 de abril de 1830) y Loncomilla (8 de diciembre de 1851), en las que ¬–se recuerda– las fuerzas del progreso (encabezadas por los generales Freire y de la Cruz) fueron vencidas por las fuerzas de la reacción (Prieto-Portales y Montt-Bulnes). Todo ello da, al menos, para réplica.

En el libro también, se muestra a VM en su veta proselitista, transformado en el enemigo de las imposturas liberales; liderazgo que lo obliga a ser candidato a la presidencia en 1875, campaña en la cual pronuncia una veintena de discursos contra la intervención electoral incubada secretamente desde La Moneda y, además, llama a renovar los votos de fidelidad al fervor utópico de la gesta independista.
Asimismo, Vicuña reflexiona en torno a la influencia intelectual que tuvo en los primeros años republicanos la Historia de los girondinos del francés Lamartine, publicada en París en 1847, y que, ya en el verano del año siguiente, fue todo un éxito editorial en Chile. A juicio del autor, su lectura congregaba a los jóvenes liberales criollos a sesiones cívicas en un clima de verdadero recogimiento litúrgico.

Igualmente, la obra del actual decano de la Facultad de Historia de la Universidad Diego Portales destaca las gestiones de VM conducentes a reformar la Constitución de 1833, denostada por éste como un capricho dogmático del jurista reaccionario Mariano Egaña quien, bajo una fachada liberal, consagró un sistema autoritario de facultades extraordinarias y estados de sitio. Para este enfrentamiento, VM fundó –en 1858– el periódico político La Asamblea Constituyente, asimilando una reunión de esa naturaleza al mítico Cabildo de 1810.

Junto a estos brochazos del ambiente intelectual y cultural de la época, la entretenida obra de Vicuña relata episodios fascinantes de la vida de VM. Por ejemplo, su peregrinaje a Bolonia en búsqueda de la tumba del abate Juan Ignacio Molina, incluyendo la apertura de su sepultura y la extracción de uno de los dedos de entre los restos de ese jesuita chileno; y la fuga de VM de la prisión, vestido de mujer, tras ser apresado al sofocarse el levantamiento del 20 de abril de 1851.

Sin duda muchas de las citas destacadas en esta reseña forman parte de un discurso encriptado del autor; estilo literario que le ha permitido relatar episodios que claramente hablan del presente y del futuro al amparo del gran Vicuña Mackenna. Extrapolar esa experiencia al Bicentenario sería un ejercicio no sólo interesante sino, además, muy necesario.
Publicado en Revista Capital N°278 de junio de 2010 (p. 157).

lunes, mayo 24, 2010

PRODUCCIÓN DEPURADA
  • El prestigio del escritor argentino Ricardo Piglia también radica en lo que no publica.
Tan sobrio para ser argentino. Fue mi primer comentario, allá por julio de 2007 al retirarme de la conferencia dada por Piglia en la UDP. Este es uno de los escritores actuales argentinos con mayor reconocimiento.
La decisión de qué elegir me resultó fácil, ya que en los 42 años que siguen a la aparición de su colección de cuentos titulada: La invasión (1967), Piglia sólo publicó dos libros de relatos: Nombre falso (1975) y Prisión perpetua (1988); tres novelas: Respiración artificial (1980), La ciudad ausente (1992) y Plata quemada (1997); y tres libros de ensayo: Crítica y ficción (1986/2000), Formas breves (1999) y El último lector (2005); eso aparte de prólogos, entrevistas, algunas hechas por sí mismo, guiones de cine, y otros textos aparecidos en diversas ediciones y antologías. Opté por leer su primera y su última novelas.
Respiración artificial, escrita en el marco restrictivo de la dictadura argentina, emplea un estilo cifrado para escapar a la censura por medio de metáforas que describen la oscuridad, la incomprensión, el miedo y la incertidumbre de quienes vivían ese período; subtextos que si bien no hablan directamente de esa realidad sí restauran la polifonía de algunas visiones y concepciones que se pretendía mantener acalladas.
Esta novela también puede ser advertida como un relato fragmentario, casi anónimo, de los vencidos que resisten el miedo construyendo interpretaciones alternativas alegóricas. El siguiente es uno de los pasajes más notables al respecto: “Usted leyó El proceso, me dice Tardewski. Kafka supo ver hasta en el detalle más preciso cómo se acumulaba el horror. Esa novela presenta de un modo alucinante el modelo clásico del Estado convertido en instrumento de terror” (p. 210).
En cambio, la novela Plata quemada pertenece al género llamado “novela de no-ficción”, basada en hechos reales e inaugurado por Capote con A sangre fría (1966).
Unos delincuentes: el Gaucho Dorda, Nene Brignone, Malito y el Cuervo Mereles, drogadictos, asesinos fríos, psicóticos, homosexuales, junto a una serie de personajes del bajo fondo bonaerense y a varios políticos y policías, deciden asaltar un banco en San Fernando, provincia de Buenos Aires. Todo resulta más o menos según se previó, pero en la huída los autores materiales del robo deciden traicionar a sus socios y escapar con el dinero.
En Plata quemada, Piglia honra su concepción de la novela policial como espejo social y, en especial, como refractante de la faz oculta del poder del Estado.
Dueño de una prosa ágil y descriptiva, Piglia es una excelente oportunidad para destrabar la incomunicación intelectual existente entre nosotros, los sudamericanos, y que Vicuña Mackenna denunció en 1855 como uno “de los hondos males que nos aquejan”. Luego del fortalecimiento de los lazos de vecindad intelectual logrado por el boom literario, creo que en el último tiempo, y a pesar de la globalización virtual, nos hemos vuelto a ensimismar en el corral de cada uno, deshaciendo los nexos tejidos por Fuentes, Cortázar, Sábato, García Marquez, Donoso, Edwards, Vargas Llosa y tantos otros.
Publicado en Revista Capital N°276 de mayo de 2010 (p. 133).

viernes, abril 23, 2010

UN ESCRITOR MULTIFACÉTICO Y EXCEPCIONAL

  • Ursúa y El país de la canela son las dos primeras novelas de una trilogía de largo alcance e inusual calidad literaria.
Gracias a sus ojos de poeta y esmerado lenguaje, William Ospina (56 años) confiere a los sucesos históricos un carácter de epopeya literaria, entregando verdaderos testimonios dramáticos de la conquista de América y descripciones tan vívidas que mientras uno lee interactúa entre esos parajes y protagonistas remotos con una naturalidad sorprendente.
En la portentosa novela Ursúa (2005), con la que inaugura su trilogía sobre el tema, relata la azarosa vida de Pedro de Ursúa, conquistador español que recorrió el Virreinato de Nueva Granada (hoy, en esencia, Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela) luchando en crueles batallas para mantener la unidad de la Corona.
Luego viene El país de la canela, novela que le valió a Ospina el Premio Rómulo Gallegos del 2009. Está centrada en la expedición organizada para extraer de tierras aún ignotas esa especie tan valiosa como el oro del Cuzco y que, como vía de escape, terminó descubriendo y recorriendo por primera vez el río Amazonas.
Cerrará esta trilogía la novela La serpiente sin ojos, anunciada para el 2011. El autor también ha obtenido, en Colombia, el Premio Nacional de Ensayo (1982) y el Premio Nacional de Poesía (1992). Así, vemos que se está ante un prolífico escritor que domina indistintamente tres géneros literarios, además del periodístico, mostrando que es un autor multifacético y excepcional.
Junto con retratar la conquista y colonia del continente americano, las obras publicadas hasta ahora conforman un acabado estudio histórico, claramente revisionista, cuya visión es que lo más salvaje de la conquista española fueron los hombres europeos: “capaces de torcer ríos y decapitar cordilleras, de hacer retroceder las mareas y de reducir a cenizas sin dolor las ciudades”.
No se piense que Ospina cae en una apología idílica de los nativos a imagen del “buen salvaje” de Rousseau, para quien –como sabemos– el paso al estado de sociedad volvió a los hombres seres menos felices, menos libres y menos buenos. Ambas novelas tienen un carácter claramente post-colonialista y por lo mismo están lejos de explotar el arquetipo de la trillada dicotomía hispanismo versus indigenismo.
No obstante, en mi opinión el mérito de estos libros está en la forma en que ahondan en las contradicciones de la naturaleza del hombre enfrentado a un desafío como la conquista, que es perfectamente extrapolable a otros que pudieren presentarse en nuestros días.
El propio Ospina ha dicho que con esta trilogía persigue reflejar la historia de los conquistadores españoles llegados al nuevo continente no sólo empujados por la codicia y la avaricia, sino también por las leyendas que aseguraban que aquí, en América, podían encontrar sirenas, centauros, gigantes, enanos y amazonas.
También Ursúa y El país de la canela son un buen pretexto para repensar los conflictos propios de los choques culturales y de la relevancia del respeto a la diversidad.
Tal vez todas estas características llevaron al escritor colombiano Fernando Vallejo a sentenciar: “No sé de nadie que esté escribiendo hoy en día en español una prosa tan rica, tan inspirada y tan espléndida como la de William Ospina”, concluyendo en que se “ha convertido en uno de los mejores escritores de Colombia y del idioma”; juicios que comparto plenamente.

Publicado en Revista Capital N°274 de abril de 2010 (p. 121).

martes, abril 06, 2010

UNA NOVELA TOTAL
  • La Tejedora de coronas, de Germán Espinosa, forma parte de ese género de “relatos monumentales” que llegan a ser un referente para escritores y lectores.

Germán Espinosa, escritor colombiano fallecido –en 2007– a los 69 años, en vida fue opacado injustamente por la popularidad de García Márquez, a pesar de haber sido incluido entre los personajes más destacados del siglo XX en Colombia. Su novela La tejedora de coronas fue galardonada por la Unesco –en 1992– como una “obra representativa de las letras humanas”; y por el Ministerio de la Cultura de Francia –en 2004–, con la Orden de las Artes y de las Letras.

La tejedora de coronas es una novela histórica post realismo mágico, pero influida por él; fue escrita durante doce años; está ambientada en la Cartagena de Indias del siglo XVIII; y su protagonista, Genoveva Alcocer, una bella y apasionada cartagenera nacida hacia 1680, participa en los procesos históricos más relevantes de las metrópolis y las colonias.

Así por ejemplo, de la mano de Voltaire, quien mientras se llamó François Marie Arouet fue su amante, pero que cuando se convirtió en el señor Voltaire dejó de serlo, pululó en torno al movimiento ilustrado y a la masonería; junto a George Washington impulsó el movimiento político que desembocó en la Declaración de Independencia estadounidense de 1776; y conspiró con los criollos que aspiraban a la libertad del Virreinato de Nueva Granada.

Con esos ilustres personajes dialoga, los interroga y cuestiona con una naturalidad asombrosa y sin caer jamás en rigideces académicas.

Diecinueve capítulos (555 páginas) forman esta novela y sólo diecinueve puntos encontramos en ella, pues por puntuación únicamente utiliza comas, constituyendo cada uno de esos capítulos una larga oración que gracias al talento narrativo del autor no resultan nada tediosos de leer.
Se ha clasificado a La Tejedora de coronas indistintamente como novela de ficción, histórica, decimonónica o ensayo filosófico; como confrontación política y humanística y como narrativa del amor y de la soledad.
Semejantes calificativos también han descrito a obras como Bomarzo (1962), del argentino Mujica Láinez, quien hace lo suyo al encarnar el renacimiento europeo en la personalidad maravillosa y multifacética del duque Orsini; y a El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco, que pone en escena la disputa sobre la pobreza apostólica, bajo la conducción del fraile Guillermo de Baskerville.
Si Bomarzo está hecha de muros cubiertos de fantasmas etruscos, manuscritos misteriosos y venenos letales; El nombre de la rosa reconstruye la ideología y la forma de pensar y sentir del siglo XIV a través de una escritura que es mitad crónica medieval y mitad novela policíaca; La tejedora de coronas, en cambio, está hecha de caleidoscopios y de una trama intelectual pero llena de sensualidad y humanismo.
Por desgracia, hace años que la editorial Alfaguara no trae a Chile la obra de Espinosa, lo que es francamente imperdonable.
El reconocimiento mundial de La Tejedora de coronas muestra lo débiles que son los juicios que en muchas ocasiones impone la industria editorial al concentrar la oferta en un universo monótono de grandes éxitos en perjuicio de la riqueza propia de la variedad.

Publicado en Revista Capital N°272 de marzo de 2010 (p. 109).

jueves, marzo 25, 2010

HUMOR INTELIGENTE
  • La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, reivindica a los antihéroes como protagonistas literarios.
La razón porque una novela ejerce fascinación sobre un lector es bastante personal. Yo, por ejemplo, fui capturado desde las primeras líneas por La conciencia de Zeno (1923) de Italo Svevo, que relata la existencia de Zeno Cosini, un ocioso burgués triestino que vive de la renta de la herencia dejada por su padre, y que ha recibido la orden de su psicoanalista de escribir su vida. Zeno obedece, pero con la clara idea de engañarlo, mezclando verdades y mentiras.

La conciencia… ha sido considerada la primera novela inspirada por el psicoanálisis y gracias a ella Svevo se consagró primero en Francia, país en el cual James Joyce, su profesor de inglés y consejero, la dio a conocer. A partir de ese reconocimiento, su fama se esparció por el resto de Europa. A pesar de ser Svevo respetuoso de las estructuras narrativas decimonónicas, la mirada humana de su personaje Zeno, todo un juego de engaños y autoengaños, es tan atemporal que resulta muy moderna. Los intentos de Zeno de culpar a su enfermedad de la pequeñez de su vida lo llevan a confesar que, en su juventud, soñó con la grandeza. Ya maduro, al enfrentar la realidad, reconoce que también “podemos parecernos a Napoleón permaneciendo mucho –pero mucho– más abajo”.

Igualmente, se podría decir que esta historia es un relato irónico y autodespreciativo sobre la lucha obsesiva del protagonista por la salud y la felicidad en contra de la enfermedad (“es evidente que está menos enfermo quien tiene poco tiempo para estarlo”). Sin embargo, éste tiene una actitud ambivalente a su respecto: se quiere sanar y al mismo tiempo la enfermedad le da un pretexto para hacer lo que quiere y, aún más importante, hacerlo sin culpa, como traicionar a Augusta, su mujer: “Entre Augusta y yo se interponía mi aventura (se refiere a la que mantenía con su joven amante). No volveré a verla”; buenos propósitos que siempre quedan en ideas, pues Zeno carece de voluntad y fuerza. También es hipócrita: “Mientras corría hacia casa, tuve incluso el valor de irritarme con el orden social, como si tuviera la culpa de mis faltas. Me parecía que debía ser tal, que nos permitiese de vez en cuando (no siempre) hacer el amor sin temer las consecuencias, hasta con las mujeres a las que en modo alguno amamos. No había ni rastro de remordimiento en mí”.
En su época, el éxito con que fue recibida La conciencia de Zeno permitió revivir sus dos anteriores novelas: Una vida (1892) y Senilidad (1898) que habían pasado inadvertidas, fracaso que llevó a que Svevo renunciara a una nueva publicación por casi un cuarto de siglo, pero no así a la escritura, tal como testimonia en su diario: “No es necesario publicar, pero sí se debe escribir”.
Estamos ante la reedición de una obra de plena actualidad e impregnada de un humor inteligente, que se agradece.
Publicado en Revista Capital N°270 de febrero de 2010 (p. 108).

viernes, marzo 12, 2010

LAS DERECHAS AL PODER

  • Los riesgos de un modelo de gobierno de tipo gerencial y el probable arribo de una mentalidad excesivamente ganadora.

  • LA REVOLUCIÓN GERENCIAL, DE JAMES BURNHAM.

James Burnham, teórico estadounidense, en 1941 escribió el ensayo La revolución gerencial, sosteniendo que el comunismo y el fascismo eran partes del nuevo orden que reemplazaría el estado de las cosas. Esta transformación –creía Burnham– provocaría el advenimiento en el poder de una nueva clase social: la de los directivos profesionales asalariados. En la actual llegada al poder de las Derechas existe un riesgo consistente en que se pretenda instaurar la utopía de Burnham, desvalorando como un ripio prescindible las inherentes cuestiones políticas de la acción pública por estimarlas un estorbo a la eficiencia gerencial deseada.

  • ROJO Y NEGRO DE STENDHAL.

Otra tendencia que se observa es ese segmento de individuos que desde hace algún tiempo viene arribando y que Stendhal tan bien caracterizó en Julien Sorel, el protagonista de Rojo y negro, novela publicada en 1830. Julien, hijo de un carpintero, no dejó esfuerzo ni pleitesía por hacer, incluso rayando en el esnobismo y en la degradación de su persona, si con esa impostura servil lograba ascender. En fin, el tipo Sorel en la actualidad responde al prototipo del winner: tierno en el hogar, inmoral en los negocios, oportunista en la política y que baila siempre al son reinante. Con todo, me ilusiona pensar que por mucho que simulen los Julien Sorel, al anochecer, frente al espejo del lavatorio, donde ya no caben más representaciones, advertirán cuán insignificantes son. Aspiro a que ese gesto nocturno de honestidad sirva de contención a esos individuos que pudieran sentirse con derechos que nadie les ha conferido.

Publicado en Revista Capital N°269 de enero de 2010 (p. 107).

lunes, diciembre 28, 2009

EL MIEDO DE LOS CORDEROS
  • El miedo ha sido un eficiente obstaculizador de la movilidad y dinámica social.
El silencio de los inocentes es la insulsa traducción que recibió para Hispanoamérica el título de la novela del estadounidense Thomas Harris (1988) y que en España fue comercializada bajo su verdadero nombre: El silencio de los corderos. En esta obra se basó la película homónima ganadora de cinco premios Óscar. El filme comienza con Clarice Starling, una joven agente del FBI que, como sabremos en las siguientes escenas, corre por los bosques de Langley, Virginia, mientras su respiración agitada anticipa que algo grave va a pasar; tensión que se incrementa en cada uno de los encuentros de la agente con Hannibal Lecter, el brillante psiquiatra sicópata confinado por crímenes de canibalismo.

Al margen del relato literal, esta película también puede ser vista como una puesta en acción de la permanente tensión entre el pastoril statu quo y el incontrolable miedo generado por la dinámica social. Detrás de la opción por el inmovilismo se mece el temor a que se alteren los equilibrios históricos. En El Silencio… el miedo a la dimensión de lo desconocido, a Lecter y desde luego al sicópata de turno –que con su ayuda, Clarice descubrirá–, paraliza al FBI. Sólo ella corre los riegos que la tarea exige, incluso yendo contra los usos del aparataje policial del que forma parte.

El miedo como sustentador del establishment no debería extrañar. Ya en 1832 Diego Portales testimoniaba que en Chile el orden social no sólo era apuntalado por el siniestro peso de la noche, sino que –no sé si se quejaba o se alegraba– lo sostenía la circunstancia de no contar con “hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública”. O, en palabras más actuales, el orden social se basaba en la escasez de un espíritu republicano crítico y receloso del poder.

En los últimos cincuenta años ese beneplácito ante el statu quo, eficaz obstaculizador del cambio, ha originado diversas manifestaciones. Por ejemplo, en el terreno electoral han sido las campañas del terror que bombardearon a los ciudadanos en los años 1964 (miedo al comunismo), 1988 (miedo a la democracia) e incluso este año (miedo a la derecha). Todo ello sugiere que los chilenos se sienten interpretados por el refrán que “más vale diablo conocido que ángel por conocer”.

Me inclino a pensar que esas líneas del epistolario portaliano y esa manera de enfrentar las elecciones son barreras culturales que deberán removerse en el Chile del siglo XXI.
Desgraciadamente, esa pasividad cívica facilita la predisposición de los más fuertes a abandonar la persuasión como herramienta política y a que opten por imponer sus preferencias venciendo antes que convenciendo.

La seducción política exige ilustración, esfuerzo y voluntad. La fuerza sólo requiere poder. Tal vez en un escenario de quiebre con la metrópoli (siglo XIX) o de guerra fría (siglo XX) el incontrarrestable poder haya sido una arma utilitaria políticamente entendible. Pero hoy, que es posible discurrir en torno a las diferentes posturas sin poner en peligro la estabilidad social, el recelo al debate resulta incomprensible. Parece tan obvio que sin una disputa de ideas, éstas pierden convicción y pasan a ser meros dogmas.

En la granja de los corderos no existen divergencias culturales ni pluralidad de formas de vida. Como nos recuerda Fernando Savater: Toda endogamia es asfixiante. En ese tipo de sociedades priman casi sin contrapeso las reglas del reposo ciudadano y de la unanimidad. En cambio, en una sociedad que estimula el sentido crítico y republicano ante el poder, esas reglas y el miedo que las sustenta se rompen. En este segundo escenario, los ciudadanos evitan jibarizarse al ritmo opresivo de los espasmos del miedo y, en último término al menos, se libran del canibalismo propio del poder.

Publicado en Revista Capital N°268 de diciembre de 2009 (p. 76).

jueves, noviembre 26, 2009

ICONOGRAFÍA REPUBLICANA
  • Las similitudes entre las transiciones políticas española y chilena hacen que la nueva obra de Javier Cercas, Anatomía de un instante, sea una lectura tan entretenida como necesaria.
La portada de Anatomía de un instante, última entrega literaria de Javier Cercas, exhibe la imagen congelada de las 18:23 horas del lunes 23 de febrero de 1981 en el hemiciclo del Congreso español. En el centro de la fotografía, recostado contra el respaldo del escaño azul de Presidente, ligeramente escorado a la derecha, solo y espectral, se ve a Adolfo Suárez. Si nos vamos a You Tube y hacemos correr la película, vemos que la desolación de la imagen estática se desvanece al recobrar la secuencia su feroz realidad. Advertimos al general constitucional Gutiérrez Mellado de pie en el semicírculo central, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, de espalda a la cámara, mirando a los seis guardias civiles sublevados que acompañan al teniente coronel Tejero, que disparan sus armas. Da la impresión que Gutiérrez Mellado intenta someter con su pura estampa el poder militar al ciudadano. Alguien grita: “Silencio”, “¡Quieto todo el mundo!”, “Al suelo…”.

El relato de Cercas nos traslada a los últimos días de 1980 y a los primeros de 1981, cuando parecen conspirar contra Adolfo Suárez periodistas, empresarios, financieros; políticos de derecha, centro e izquierda; Roma y Washington (o al menos Suárez siente que éstos conspiran contra él). Las 462 páginas que contienen esta trama van mucho más allá de la conspiración de Tejero (y vaya a saber de quién más).

Al concluir la obra resulta imposible no reflexionar sobre lo quebradiza que es la estabilidad política, aquella que a las 18:22 horas de ese lunes 23 parecía tan inmutable y pétrea. Perfectamente podríamos reemplazar al Palacio de La Moncloa por el Palacio de La Moneda, al 23 de febrero de 1981 por el 19 de diciembre de 1990 (fecha del ejercicio de enlace en respuesta al caso de los pinocheques) y a algunos nombres españoles por nuestros Aylwins, Lagos, Boeningers y otros camarlengos de la transición chilena. Sólo tendríamos que apretar la tecla “reemplazar todos” para que la crónica pase a ser un relato exacto de los últimos veinte años del país.

Al girar la historia en torno al gesto congelado de la imagen de Suárez, estatuaria, mientras el resto de los parlamentarios buscaba refugio bajo sus escaños, Cercas recuerda que los grandes hechos y personajes aparecen en la historia dos veces: una, como tragedia y, otra, como farsa. Esta afirmación me regresó a la iconografía de Salvador Allende, metralleta en mano, parapetado en el Palacio de la Moneda, mientras los Hawker Hunter la bombardeaban.
En ambas imágenes hay una carga ciudadana capaz de pulverizar cualquier farsa anterior y hacer ingresar a Suárez y Allende al panteón de la historia por la dignidad con que supieron sobrevellevar la toga republicana durante las tragedias que les tocó vivir.

Anatomía de un instante atrapará tanto al lector-ciudadano chileno como al lector-masivo, tal como sucedió con las anteriores novelas de Cercas: Soldados de Salamina (2001) y La velocidad de la luz (2005). Si en su próxima maleta veraniega incluye esta obra, verá lo acertada que ha sido su decisión.
Publicado en Revista Capital N°266 de noviembre de 2009 (p. 160).

viernes, octubre 30, 2009

LOS TRÍOS DE SIMONETTI
  • Lo efímero y la vacuidad no son casuales en la obra de Pablo Simonetti, sino un espejo de los tiempos.

Una de las fortalezas de la anterior novela de Simonetti (La razón de los amantes) fue su ritmo vertiginoso. Pero esta elección narrativa restó densidad sicológica de sus personajes. Ahora, en su nueva novela, La barrera del pudor, el autor opta por párrafos más extensos, con muchas más frases intercaladas y metáforas. De esta manera da a los personajes mayor espesor. En 2007 (año de publicación de La razón…) entendí que Simonetti ex profeso había privilegiado una narración sin pausas antes que una más sicológica, al extremo que el lector apenas pudiera asimilar las bombas que explotaban a su alrededor pulverizando el orden establecido. Todo ello, comandado por el trío formado por Laura y su marido Miguel y un aparecido bisexual, esnob y pseudo intelectual (Diego).

Transcurren dos años y Simonetti vuelve a la carga con la historia de otro triángulo (Amelia, Ezequiel y Bernardo o Roque o el amante del momento), pero que ahora narra al ralenti, bajando sustancialmente sus revoluciones en relación a La razón de los amantes, lo que logra a la perfección mientras su relato evoca el pasado. Sin embargo, cuando la historia es contada en tiempo presente, la vertiginosidad vuelve a campear en La barrera del pudor.

En La razón de los amantes no advertí un tránsito sicológico significativo de parte de Laura y Miguel ante su rompimiento y que justificara que ella, como un último recurso para no perderlo, se embarcara en un ménage à trois. En La barrera del pudor tampoco observé una análoga procesión interior en Amalia que la catapultara a dejar a su marido (Ezequiel) para estar al lado de su último amante (Roque). En ambas novelas me parece que no hay duelo una vez producido el quiebre sentimental y, por lo mismo, la sustitución de la pareja se lleva a cabo con una rapidez análoga a la de uno cuando se cambia de calcetines.

Esta aparente carencia narrativa es consecuencia de que los personajes de Simonetti son fruto de su época y, por ende, mi prevención más bien responde a la letanía de un reaccionario que, moviendo la cabeza, no se convence que todo trío amoroso no sea precedido de una dura y soterrada batalla moral como aquella en que se debatió largamente Emma en Madame Bovary antes de engañar a su esposo, un pequeño burgués rural, y lanzarse a los brazos del señor Boulanger, un adinerado seductor propietario de un castillo en los alrededores de Yonville que satisfacía todos sus pletóricos sueños mundanos.

Simonetti vive en el 2009 y no en 1857 (cuando se publicó Madame Bovary). Hoy nada perdura, como dice Barrico en su excepcional ensayo Los bárbaros, que retrata a la nueva generación que intenta imponerse en Occidente, como aquella que juega game boy mientras come un dónut, llama por celular, sigue una serie en la TV, prende su iPod, manda un msn, busca en Google la dirección de una pizzería, ansiosa por habitar variadas zonas siempre que ello le exija una atención muy baja, pues el mundo al que aspira es un sistema de paso donde todo es efímero y vacuo y al que se entra rápido y se sale aún con mayor facilidad. Nada debe estorbar o implicar esperas, ni mucho menos existir inhibidores duelos.

Así, la novela de Simonetti también puede ser leída como una crónica paranoica, pero lúcida, de la ansiedad de los tiempos actuales.

Publicado en Revista Capital N°264 de octubre de 2009 (p. 157).

jueves, octubre 01, 2009

UN MUNDO FELIZ

  • La amenaza ya no proviene de las añejas dictaduras del siglo pasado. Como demuestra Aldous Huxley en su famosa novela los enemigos de una sociedad plural están al acecho desde zonas impensadas.
Me aventuré a releer Un mundo feliz, esa novela-ensayo que ya en 1932 empezaba a modelar la placenta que luego sería el sustrato de la sensibilidad hippie y del angelical flower power. Quise verificar si continuaban vigentes los tópicos literarios de las drogas para manipular a las masas, los niños comunitarios para eliminar la individualidad, los estados de trance para instalar doctrinas subliminalmente, el condicionamiento pavloviano para controlar a las personas y la sexualidad puramente erótica, separada de la reproducción y del amor, para maximizar la felicidad. Para ser franco, me embarqué a esta tarea con bastante escepticismo.

La novela desarrolla su trama en un futuro 632 d.F. (año 2540 del calendario cristiano; d.F. = después de Ford), donde las personas son incubadas y predestinadas a pertenecer a un sistema científico de castas, unas más inteligentes y fuertes que otras: Alfa (la élite), Beta (los ejecutores de la voluntad de los Alfa), Gamma (los subalternos), Deltas y Epsilones (destinados a trabajos arduos). Pero todas, entrenadas para ser buenas consumidoras y así fortalecer la economía. Desde su misma concepción, los embriones son clonados y acondicionados a tal propósito. Una vez nacidos, los niños son inducidos durante el sueño (hipnopedia) para convencerlos de las ventajas de pertenecer a ese mundo de castas.

¿Qué razón habría para no estar feliz si todas las necesidades están satisfechas? Incluso en caso de sentirse mal o perder el sentido, el Estado proporciona cuotas ilimitadas de soma: una droga que entrega “todas las ventajas del cristianismo y el alcohol, pero ninguno de sus defectos”.

Todo el planeta está unificado bajo un Estado Mundial, regido por los principios religioso-filosóficos de Henry Ford, y que han dado origen a la Era Fordiana: una utopía moral donde no hay moral alguna.

A diferencia de Orwell, quien fuera el discípulo de Huxley en Eton y que predijo, en su novela 1984, que los individuos serían controlados mediante el dolor, en Un mundo feliz Huxley presagió que lo serían por el placer.
Resultó estimulante releer Un mundo feliz, pues, como en otras ocasiones, en su primera lectura la atención sobre el desenvolvimiento de la trama me hizo restarle relevancia a aspectos en los que ahora detuve mi atención. Por ejemplo, noté que esta novela también puede ser interpretada como un manifiesto humanista. Igualmente, me quedó rondando la posibilidad de que aún hoy se instale la dictadura perfecta profetizada por Huxley. Claro que ya no será la tiranía tosca, a veces eficaz, y siempre feroz, de un Stalin o un Hitler. Ahora la amenaza provendría del intento por estandarizar nuestros modos de vida sin permitir la coexistencia de maneras distintas, como es propio de sociedades plurales. Si ésta se materializa, terminaremos encabezando una de las castas imaginadas por Huxley, pero no la de los pensantes (Alfa), sino con suerte la de los Beta.

Finalmente, fue muy alentador advertir que una literatura que se fuga del rebaño y pavimenta su propia ruta, sin guiños mercantilistas, es capaz de perdurar a través de los años. Así, rabo y orejas para Huxley.

Publicado en Revista Capital N°262 de octubre de 2009 (p. 117).