viernes, octubre 30, 2009

LOS TRÍOS DE SIMONETTI
  • Lo efímero y la vacuidad no son casuales en la obra de Pablo Simonetti, sino un espejo de los tiempos.

Una de las fortalezas de la anterior novela de Simonetti (La razón de los amantes) fue su ritmo vertiginoso. Pero esta elección narrativa restó densidad sicológica de sus personajes. Ahora, en su nueva novela, La barrera del pudor, el autor opta por párrafos más extensos, con muchas más frases intercaladas y metáforas. De esta manera da a los personajes mayor espesor. En 2007 (año de publicación de La razón…) entendí que Simonetti ex profeso había privilegiado una narración sin pausas antes que una más sicológica, al extremo que el lector apenas pudiera asimilar las bombas que explotaban a su alrededor pulverizando el orden establecido. Todo ello, comandado por el trío formado por Laura y su marido Miguel y un aparecido bisexual, esnob y pseudo intelectual (Diego).

Transcurren dos años y Simonetti vuelve a la carga con la historia de otro triángulo (Amelia, Ezequiel y Bernardo o Roque o el amante del momento), pero que ahora narra al ralenti, bajando sustancialmente sus revoluciones en relación a La razón de los amantes, lo que logra a la perfección mientras su relato evoca el pasado. Sin embargo, cuando la historia es contada en tiempo presente, la vertiginosidad vuelve a campear en La barrera del pudor.

En La razón de los amantes no advertí un tránsito sicológico significativo de parte de Laura y Miguel ante su rompimiento y que justificara que ella, como un último recurso para no perderlo, se embarcara en un ménage à trois. En La barrera del pudor tampoco observé una análoga procesión interior en Amalia que la catapultara a dejar a su marido (Ezequiel) para estar al lado de su último amante (Roque). En ambas novelas me parece que no hay duelo una vez producido el quiebre sentimental y, por lo mismo, la sustitución de la pareja se lleva a cabo con una rapidez análoga a la de uno cuando se cambia de calcetines.

Esta aparente carencia narrativa es consecuencia de que los personajes de Simonetti son fruto de su época y, por ende, mi prevención más bien responde a la letanía de un reaccionario que, moviendo la cabeza, no se convence que todo trío amoroso no sea precedido de una dura y soterrada batalla moral como aquella en que se debatió largamente Emma en Madame Bovary antes de engañar a su esposo, un pequeño burgués rural, y lanzarse a los brazos del señor Boulanger, un adinerado seductor propietario de un castillo en los alrededores de Yonville que satisfacía todos sus pletóricos sueños mundanos.

Simonetti vive en el 2009 y no en 1857 (cuando se publicó Madame Bovary). Hoy nada perdura, como dice Barrico en su excepcional ensayo Los bárbaros, que retrata a la nueva generación que intenta imponerse en Occidente, como aquella que juega game boy mientras come un dónut, llama por celular, sigue una serie en la TV, prende su iPod, manda un msn, busca en Google la dirección de una pizzería, ansiosa por habitar variadas zonas siempre que ello le exija una atención muy baja, pues el mundo al que aspira es un sistema de paso donde todo es efímero y vacuo y al que se entra rápido y se sale aún con mayor facilidad. Nada debe estorbar o implicar esperas, ni mucho menos existir inhibidores duelos.

Así, la novela de Simonetti también puede ser leída como una crónica paranoica, pero lúcida, de la ansiedad de los tiempos actuales.

Publicado en Revista Capital N°264 de octubre de 2009 (p. 157).

jueves, octubre 01, 2009

UN MUNDO FELIZ

  • La amenaza ya no proviene de las añejas dictaduras del siglo pasado. Como demuestra Aldous Huxley en su famosa novela los enemigos de una sociedad plural están al acecho desde zonas impensadas.
Me aventuré a releer Un mundo feliz, esa novela-ensayo que ya en 1932 empezaba a modelar la placenta que luego sería el sustrato de la sensibilidad hippie y del angelical flower power. Quise verificar si continuaban vigentes los tópicos literarios de las drogas para manipular a las masas, los niños comunitarios para eliminar la individualidad, los estados de trance para instalar doctrinas subliminalmente, el condicionamiento pavloviano para controlar a las personas y la sexualidad puramente erótica, separada de la reproducción y del amor, para maximizar la felicidad. Para ser franco, me embarqué a esta tarea con bastante escepticismo.

La novela desarrolla su trama en un futuro 632 d.F. (año 2540 del calendario cristiano; d.F. = después de Ford), donde las personas son incubadas y predestinadas a pertenecer a un sistema científico de castas, unas más inteligentes y fuertes que otras: Alfa (la élite), Beta (los ejecutores de la voluntad de los Alfa), Gamma (los subalternos), Deltas y Epsilones (destinados a trabajos arduos). Pero todas, entrenadas para ser buenas consumidoras y así fortalecer la economía. Desde su misma concepción, los embriones son clonados y acondicionados a tal propósito. Una vez nacidos, los niños son inducidos durante el sueño (hipnopedia) para convencerlos de las ventajas de pertenecer a ese mundo de castas.

¿Qué razón habría para no estar feliz si todas las necesidades están satisfechas? Incluso en caso de sentirse mal o perder el sentido, el Estado proporciona cuotas ilimitadas de soma: una droga que entrega “todas las ventajas del cristianismo y el alcohol, pero ninguno de sus defectos”.

Todo el planeta está unificado bajo un Estado Mundial, regido por los principios religioso-filosóficos de Henry Ford, y que han dado origen a la Era Fordiana: una utopía moral donde no hay moral alguna.

A diferencia de Orwell, quien fuera el discípulo de Huxley en Eton y que predijo, en su novela 1984, que los individuos serían controlados mediante el dolor, en Un mundo feliz Huxley presagió que lo serían por el placer.
Resultó estimulante releer Un mundo feliz, pues, como en otras ocasiones, en su primera lectura la atención sobre el desenvolvimiento de la trama me hizo restarle relevancia a aspectos en los que ahora detuve mi atención. Por ejemplo, noté que esta novela también puede ser interpretada como un manifiesto humanista. Igualmente, me quedó rondando la posibilidad de que aún hoy se instale la dictadura perfecta profetizada por Huxley. Claro que ya no será la tiranía tosca, a veces eficaz, y siempre feroz, de un Stalin o un Hitler. Ahora la amenaza provendría del intento por estandarizar nuestros modos de vida sin permitir la coexistencia de maneras distintas, como es propio de sociedades plurales. Si ésta se materializa, terminaremos encabezando una de las castas imaginadas por Huxley, pero no la de los pensantes (Alfa), sino con suerte la de los Beta.

Finalmente, fue muy alentador advertir que una literatura que se fuga del rebaño y pavimenta su propia ruta, sin guiños mercantilistas, es capaz de perdurar a través de los años. Así, rabo y orejas para Huxley.

Publicado en Revista Capital N°262 de octubre de 2009 (p. 117).