lunes, enero 05, 2009

EXISTENCIA ANTES QUE REALIDAD

· La existencia no reside sólo en lo ya ocurrido, sino también en las posibilidades.

Escapar de los demonios que obsesionan a los escritores es un desafío del que no todos salen incólumes. No es extraño –entonces– descubrir esos demonios colados entre los caracteres de los personajes literarios. Lo óptimo es que ese punto de partida personal no sea el de llegada… Vargas Llosa dice que sólo los escritores sin imaginación tienen su propia vida en ambos puntos.

Si pasan las páginas y el autor sigue mirándose el ombligo, pegado a sí mismo sin aprovechar la oportunidad de liberar y engrandecer la historia contada, lo más probable es que la cosa vaya por mal camino. En ese aspecto, la literatura también puede ser una especie de exorcismo que evite costosas horas de psicoanálisis.

En sus anteriores novelas (El revés del alma -2002- y La mujer de mi vida - 2005-), Carla Guelfenbein no logró desprenderse de sí misma y, por eso, sus personajes no me resultaban persistentemente creíbles y autónomos, como sí ocurre ahora con los de El resto es silencio (2008).

Pienso que si Guelfenbein prolonga y profundiza el nivel alcanzado en esta última novela, se habrá consolidado como escritora de ficción.

Tommy (el niño) y Alma (su madrastra), los principales personajes (el tercero es Juan –padre del niño– en quien aún advierto ripios de las anteriores entregas), actúan con desenvolvimiento y espontaneidad, lo que les da mucha vida. Ni éstos ni la mayoría de los personajes secundarios se quedan en la superficie de sus caracteres; escudriñan hasta el fondo, fondo, sus enigmas existenciales.

El resto es silencio me recordó a Kundera cuando sugiere que la novela no examina la realidad, sino la existencia. Y para que no creamos que esta digresión es pura retórica, el autor checo acota: Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz.

Guelfenbein vislumbró esa vertiente y se lanzó tras ella. Hurgó en el mundo sin fisuras, perfecto, hasta se podría decir feliz, de la familia Montes, y en esa exploración abrió esclusas que llevaron a nuevas esclusas y aún a otras hasta llegar a la esencia de los personajes. Bueno, a una de las que es imaginable llegar. El procedimiento recuerda a las matrioskas (muñecas rusas) que en su interior albergan otra muñeca y así sucesivamente. En este caso, se devela el lado oscuro de los Montes, ese que todos nos empecinamos en disimular para fortalecer la virtud; esa gran mentira en cuyo nombre nos volvemos intransigentes e inhumanos (p. 261).

El relato además tiene escenas conmovedoras. Quisiera destacar esa en que el niño (Tommy) se dice a sí mismo que prefiere recordar, porque así entiende mejor las cosas, aún si no sabe muy bien dónde poner esos recuerdos ni qué grado de importancia atribuirles, para concluir preguntándose cuál fue el apuro de su padre (Juan) por hacer desaparecer de la casa todas las pertenencias de su madre fallecida en equívocas circunstancias (p. 52).

Creo que si la autora no hubiese resuelto la disyuntiva moral que enfrenta Alma (la madrastra) de una forma tan políticamente correcta, la obra habría sido aún mejor. Pero esa discrepancia mía por el desenlace adoptado por Guelfenbein, en nada desmerece esta historia lúcida, emotiva y bien tramada.

Publicado en Revista Capital N°244 de diciembre de 2008 (p. 134).