viernes, noviembre 28, 2008

AMOS, SEÑORES y PATRICIOS

  • Una Historia General de Chile que deja pensando

Como en los anteriores volúmenes de su Historia General de Chile, Alfredo Jocelyn-Holt inicia Amos, Señores y Patricios (tomo III) situando al Chile de los siglos XVII y XVIII en un mapa cultural más extenso que el mero “localismo ibérico” (p. 113). Así, el primer capítulo está dedicado a Roma (unas de las ciudades “más cosmopolitas” de entonces, p. 165); y, el segundo, al Versalles del Rey Sol (una “escenografía espectacular”, p. 70): un contrapunto perfecto a Roma.

Este comienzo es consecuencia de la formación y de las preferencias del autor por una historia no limitada tan sólo a relatar los hechos que ve, sino que a repensar su mirada global en función de los ámbitos, entre otros, político, cultural y urbano, tal como hacen los artistas. De ahí la cita que encabeza el capítulo tercero: en este país sobran los historiadores y eruditos y no así los poetas y artistas (p. 87). Jocelyn-Holt permanentemente se esfuerza por nivelar la mesa. Cómo dudar que junto con ser un historiador es literato o artista. Por supuesto que todas mis apreciaciones sobre los géneros son más bien metafóricas, pues no creo mucho en los compartimientos estancos, pétreos, desligados unos de otros.

Una vez situado espacialmente el país político, cultural y urbanístico (podría decirse una especie de diafonía entre Europa y España), se inicia el despliegue de la tesis central del libro: la hacienda, con sus carencias y todo, es el eje imprescindible del país (p. 130), pues “fue allí donde surgió la sociedad que hasta hace poco persistiría en Chile” (p. 138) y que sin ella “este país es inconcebible” (p. 141).

Esta tesis contraviene cierta literatura políticamente correcta que presenta la hacienda como un lugar caracterizado por un avasallamiento servil, falsificación histórica a la que en el último tiempo se unió, cómo no, de manera igualmente infundada, el mundo de las telenovelas.

Si hubiese sido la hacienda ese antro de abuso, Jocelyn-Holt pregunta: ¿Cómo explicar entonces– que por “más de tres siglos de vigencia no se conozcan casos de rebeliones campesinas, como las hay, de sobra, en sociedades esclavistas y feudales” (p. 141).

Este texto imperdible también sobresale por su estructura: tres obras en una.

Mientras que el relato principal es más polifónico, a través de sus notas se va entretejiendo una segunda obra llena de observaciones inteligentes (y también datos específicos, como le gusta a los memoriones). Pero también Jocelyn-Holt actualiza en esas notas sus siempre vitales polémicas. Así, por ejemplo, no tiene empacho en llamar la atención sobre lo paradojal que resulta que Gabriel Salazar (Labradores, peones y proletarios: Formación y crisis de la sociedad chilena del siglo XIX) disienta del texto de Mario Góngora (Origen de los inquilinos de Chile central), en circunstancias que fue el mismo el ayudante de Góngora en esa investigación (p. 244); o recordar que Sergio Villalobos “una vez más no entiende nada” (p. 235).

La tercera obra inserta en este tomo es un interesante ensayo bibliográfico en el cual se analizan los textos que al autor le resultaron “indispensables para pensar, escribir y fundamentar” (p. 269) esta nueva entrega.

En fin, estamos frente a una Historia General de Chile que deja pensando, escrita en un lenguaje directo, agudo y moderno.

Publicado en Revista Capital N°242 de noviembre de 2008 (p. 114).

jueves, noviembre 06, 2008

EL SILENCIO DESPUÉS DE LA QUIMERA

  • ¿Por qué se teme tanto al debate público? ¿Es que no existe un consenso mínimo?
Ocurrió el día 7 del pasado mes de agosto. Los principales diarios santiaguinos destacaron que a las 18:30 horas se llevaría a cabo el lanzamiento del libro Después de la quimera, cuyos autores eran los ex militantes comunistas Ernesto Ottone (el asesor más influyente de Lagos, como publicó La Tercera) y Sergio Muñoz (por doce años –1992 a 2004– secretario de redacción de La Nación). El escenario elegido fue nada menos que el decimonónico edificio que hoy alberga la Casa Central de la Universidad Diego Portales. A la hora fijada, la mayoría de los invitados copaban el recinto. Los comandantes de las fuerzas armadas, el ex Presidente Patricio Aylwin y los principales colaboradores del ex Presidente Lagos, entre otros, esperaban el inicio del acto. Tras veinticinco minutos de demora, el desasosiego dio paso a un cerrado aplauso: Ricardo Lagos hacía su ingreso.

Prologado por Jorge Edwards, el libro está estructurado bajo la forma de un diálogo, comenzando su andar en los años 60 cuando “el discurso a favor del derecho de propiedad y del liberalismo económico ejercía limitado poder de atracción entre quienes no pertenecían a las clases propietarias, y muy escaso entre los estudiantes. La discusión se reducía a definir el tipo de revolución que Chile necesitaba” (p. 23), como dice Muñoz. Concluye este profundo diálogo con un trazado del ideario de las actuales izquierdas. Por un lado, la centroizquierda esforzada en “crear una red social que permita mantener la cohesión de la sociedad frente a los desafíos de la nueva competitividad o (…) darle sostenibilidad a la globalización” (p. 161); en contraposición a la izquierda radical que desvalora esa propuesta por su “carácter reformista y gradualista” (p. 168) y critica “sin indulgencia la democracia liberal de la cual es parte” (ídem), según cierra Ottone.

La parte más interesante del libro es el revisionismo histórico que llevan a cabo los autores, que leí como una suerte de catarsis final tras su liberación del yugo comunista.

En ese tránsito reconocen la miopía voluntaria –yo diría más bien militante- que tuvieron “frente a la realidad de las dictaduras en nombre del proletariado” (p. 61), pues si había “una supuesta causa superior” (ídem) lo razonable no era “plantear dudas, (sino) entregar sólo certezas” (p. 65), ya que era preferible “equivocarse con el partido a tener la razón contra él” (ídem), como le advirtió a Ottone un dirigente del PC chileno al percatarse que éste estaba entusiasmado con las posturas críticas respecto de la URSS adoptadas por el eurocomunismo que encabezaba el italiano Enrico Berlinguer.

También es destacable la honestidad de los autores que reconocen no saber cómo vivían con tamaña esquizofrenia, incluida su defensa de las invasiones “fraternales” que de tanto en tanto emprendía Moscú (p. 43). Este desdoblamiento –por lo demás– luego lo viviría otro sector que igualmente miró para el lado ante los atropellos a la dignidad humana: se estaba “revolucionando la economía del país”, me diría un ministro de Pinochet al justificar su silencio. Pero no se tiene derecho exigir a otros ser héroes, si uno no lo ha sido.
Un punto en contra de la obra es el desbalance de los juicios ante situaciones semejantes: cuando se refieren a las intervenciones estadounidenses, se agrega el calificativo de criminales, pero las cubanas sólo son motejadas de provocaciones (p. 49). Esta asimetría me recordó el autorreproche que se formula Norberto Bobbio en su De senectute: haber sido demasiado blando como anticomunista y demasiado severo como antifacista. Pero esa falta de equidistancia en nada desvalora esta imperdible lectura.
Tuve la esperanza de que esta obra diera inicio a un debate y que éste de algún modo permeara la elección municipal de la semana pasada. Nada de eso ocurrió. Peor. Sucedió justo lo contrario. Ningún candidato quiso marcar diferencias, confirmándose ese infierno descrito por Javier Cercas: en el actual vivere cauto los burgueses han copado la escena. Basta mirar para el lado, concluye el escritor español, sin importar si es el derecho o el izquierdo, para observar que la somnolencia mesocrática apagó todo deseo de un vivere pericoloso.

Publicado en Revista Capital N°240, octubre de 2008 (p. 134).