jueves, octubre 02, 2008

LAS BENÉVOLAS


● Hasta los hombres más comunes se convierten en monstruos.


Cuesta imaginar que un joven norteamericano gane los dos premios literarios más codiciados de Francia: el Goncourt y el de la Academia Francesa. Pero así no más fue.

En el año 2006, Jonathan Littell logró la proeza con Las Benévolas: novela escrita en francés, de casi un millar de páginas, narrada en primera persona por Maximilien Aue, un culto oficial de las SS, asistente de Himmler y Eichmann. Gracias a esta obra, a Littell se le otorgó la nacionalidad francesa por su contribución a la brillantez de Francia.

Littell ha reconocido su obsesión por el tema del verdugo y por la naturaleza del crimen de Estado. Esa obstinación en Las Benévolas es subsumida en un impresionante fresco sobre la máquina de terror y violencia que era el Tercer Reich, y que espacialmente pone en movimiento en el Frente del Este y en Berlín, bajo la forma de las memorias imaginarias de ese ex oficial que sobrevive en Francia (por cierto con documentación falsa).

Maximilien tiene todos los elementos para convertirse en un icono literario: sin manifestar odiosidad hacia los ucranianos, gitanos o judíos, participa entusiasta en el exterminio nazi como si fuese un fanático racista. Con el correr de las páginas se develan como causas de esta dualidad su abandono paterno y el incesto juvenil con su hermana gemela, hechos que afloran entremezclados con los actos homicidas de que era parte y con sentimientos de culpa y repugnancia que lo torturan, manifestados en vómitos, náuseas y diarreas.

Littell tiene oficio literario y lo muestra. Un ejemplo es la escena donde baja a una fosa común para dar a decenas de moribundos un tiro de gracia, incluida una bella joven rusa que lo mira con complicidad.

Con ese mismo talento evidencia que cualquiera de nosotros podría cometer atrocidades como las de Maximilien (“cada cual tiene un papel asignado: Tú, víctima, y Tú, verdugo; y nadie puede escoger, todos éramos intercambiables”).

A juicio del protagonista, a pesar de ser tenebrosa esta historia, también es “edificante, un auténtico cuento moral”, equívoco que ha llevado a que la novela sea condenada como una obra moralmente repudiable.

Así será, pero el relato desafía desde su primera línea: Maximilien Aue nos llama “hermano” y luego nos previene a no decir: “No mataré”, pues “como mucho podemos decir: espero no matar”. Algunas páginas más adelante, advierte “la cuestión judía no es cuestión de humanidad, no es cuestión de religión; es sólo cuestión de higiene política”. Y así se va, de frase en frase, todas filudas como el acero.

Al final del relato, Maximilien es sorprendido en medio de un bombardeo a Berlín. Las bombas han abierto las jaulas del zoológico y las fieras han escapado. Nuestro personaje se apronta a matar a quien sea por seguir con vida, y ahí entendemos una de las claves de la obra: Las Benévolas (en griego, Euménides) es el eufemismo que usaban los helénicos para referirse a las Erinias: deidades de la venganza encargadas de perseguir los crímenes más horribles y restablecer el orden.

La minuciosidad con que se han descrito las campañas militares del Frente del Este, los planes de aniquilación de los judíos, incluida la Conferencia de Posen (6 de octubre de 1943), donde Himmler informa a la élite civil y militar hitleriana del genocidio que se está practicando, ha suscitado críticas que reclaman sobre un alargamiento innecesario de la obra.

En mi concepto, ese telón de fondo tiene el mérito de complejizar el problema humano fundamental que plantea la novela: la responsabilidad de verdugo, relativizando la dicotomía entre “buenos” y “malos”.

Tras la lectura de Las Benévolas uno queda con una flecha clavada, pues esta obra quita el habla sin dejar ningún resquicio para la esperanza, como sentencia Vargas Llosa en la contratapa.

Publicado en Revista Capital N°238, octubre de 2008, p. 138.