viernes, julio 11, 2008

VULNERABILIDAD

● Así y todo, la vida en sus postrimerías es tan verdadera como la más vital.

El aumento de la longevidad es visto por nuestra sociedad como un avance deseado. Uno parece incomodar si recuerda que la prolongación de la vida también tiene su lado feo. No resulta fácil encontrarle sentido cuando se logra a altos costos económicos o cuando sólo permite acceder a una miserable calidad de vida.

Cada vez son más las manifestaciones artísticas que retratan el tránsito a una vejez enferma, que como se advierte no es ningún jolgorio. Un fulminante ataque cardiaco podrá eximir de ese calvario a nosotros y al afectado, pero no hay que confiarse: no todos nuestros seres queridos serán beneficiados por un fast track.

En Patrimonio, Philip Roth narra sus tribulaciones ante la necesidad de someter a su padre, un viudo de ochenta y seis años, a una cirugía para extirparle un tumor cerebral que lo amenaza y que ya muestra sus primeros efectos. Si no lo opera, el neurólogo le ha asegurado que empeorará rápidamente. Roberto Brodsky, en Bosque Quemado, también relata su vida y la de su progenitor asediadas por el Alzheimer que las ha atacado en una forma tan despiadada como el tumor cerebral que afectó a Herman Roth (el padre de Philip). Susanna Tamaro, en Escucha mi voz, conmueve con su propia historia que, al igual que en las dos novelas antes mencionadas, se va entrelazando con la decrepitud de su abuela, junto a quien creció.

También en el cine esta temática se ha hecho presente, con igual profundidad que en la literatura. Hoy está en la cartelera Lejos de ella, la película protagonizada por Julie Christie que muestra el horror de una mujer (y de su marido para ser justos) al percibir que sus recuerdos y su vida se esfuman por culpa del Alzheimer. Y ayer nomás veíamos Mar adentro, esa película española cuyo protagonista lleva treinta años postrado en una cama luchando por mantener su dignidad hasta el último momento, el de la muerte.

Esas novelas son narradas en primera persona de adrede, con el propósito que el lector se meta en la piel y el alma de los personajes; sude y llore como si fuese uno de ellos. En todas ellas (e igualmente en esas películas) uno observa y sufre al constatar cómo esa vulnerabilidad se impone contra viento y marea, al igual como se cuelan las termitas en una casa deshabitada.

Descubro en Patrimonio que los americanos, siempre tan prácticos, cuentan con un documento legal llamado testamento vital que permite a una persona declarar con antelación que, en caso de incapacidad física o mental extrema, sin posibilidad razonable de recuperación, no se le prolongue la vida por medios artificiales.

Claro que esa prevención hay que adoptarla cuando estamos sanos y salvos y aún nos creemos eternos, porque es muy difícil llegado el momento negarle al ser querido esa máquina que le pondrá fin a su desesperada (Roth la califica de asombrosa) batalla por respirar.

¿Qué sentido tiene la vida ante esa degradación? Incluso me pregunto si una vida así vale la pena vivirla. ¿Habrá un equilibrio natural (en contraposición a artificial) que una vez fracturado permita disponer del cuerpo, o debe prevalecer la posición de que la vida es digna con independencia de su estado?

La cosa se complica cuando observamos que esa vida, por desgracia, es tan verdadera como la más vital.
¿Y la eutanasia? Hay que tener coraje para aceptarla así a primeras. Es mucha la carga que arrastra esa palabra. Y yo no lo tengo. Dudo que pudiera enfrentar la crisis moral que me generaría una respuesta afirmativa.

Publicado en Revista Capital N°232, julio de 2008, p. 156.