PAUSA
Mientras preparo la maleta con que partiré de vacaciones, un amigo me cuenta que ya echó en la suya Los Miserables, agregándome: ¡Voy a gozar con esas mil páginas! Guardo silencio. No es que me asuste tal extensión, sino que me abruman los narradores omniscientes. Nadie es erudito en todos los ámbitos. Prefiero al individuo más consciente de sus limitaciones.
Pero advierto que tras la elección de esa epopeya también hay un deseo de una pausa. Efectivamente, ver cómo se desenvuelven entre tanta página el reformador monseñor Myriel, el fanático Javert, el evadido Jean Valjean, la pequeña Cosette, personajes que de tan reales que son alcanzan estados de infinita grandeza para luego caer con igual intensidad en la mayor mezquindad. A cualquiera, su lectura le ensanchará el microscópico ecosistema en que nos movemos y le permitirá huir de toda esa lepra moral, como llamaría Flaubert al rebajamiento vivido en 2003.
Si ese amigo me hubiera consultado, le habría sugerido algo mucho más personal e íntimo: El amante del volcán (Susan Sontag), novela despojada de todo el intelectualismo pesado de su autora, pues en esta obra encontraría una conmovedora historia de amor; El libro de las ilusiones, relato en el cual -como adelanta su contratapa- Paul Auster no olvidó que su primera obligación es contar una buena historia y, en este caso, de profunda humanidad; y, era que no, Expiación (Ian McEwan), sin duda la más magistral novela del autor al lograr mantener la cautivante tensión que en sus extraordinarios comienzos anteriores había obtenido, pero que esta vez la hace perdurar hasta el fin. Si me hubiera contado que en su maleta viajaría junto a Víctor Hugo su compatriota Houellebecq, me habría atrevido a desordenársela para lanzar fuera de ella a Plataforma. Ya hemos tenido demasiado con el caso Spiniak para prolongar a través de su lectura un año marcado por una exposición mediática indecente, que más vale olvidar.
Recapacito, pues José, mi amigo, es dado al misticismo. Sería absurdo recomendarle algo del predecible Coelho, existiendo la Historia del lápiz (Peter Handke), el Libro del desasosiego (Pessoa como Bernardo Soares) o las Máximas de La Rochefoucauld. No tiene sentido desperdiciar las cálidas tardes del verano en simple retórica.
Lo que es yo, releeré Ferdydurke (Witold Gombrowicz), novela -reeditada después de décadas por Seix Barral- y que hasta este año sólo podías encontrar, si estabas de suerte, en un destartalado y roñoso ejemplar en las librerías de San Diego.
Mientras preparo la maleta con que partiré de vacaciones, un amigo me cuenta que ya echó en la suya Los Miserables, agregándome: ¡Voy a gozar con esas mil páginas! Guardo silencio. No es que me asuste tal extensión, sino que me abruman los narradores omniscientes. Nadie es erudito en todos los ámbitos. Prefiero al individuo más consciente de sus limitaciones.
Pero advierto que tras la elección de esa epopeya también hay un deseo de una pausa. Efectivamente, ver cómo se desenvuelven entre tanta página el reformador monseñor Myriel, el fanático Javert, el evadido Jean Valjean, la pequeña Cosette, personajes que de tan reales que son alcanzan estados de infinita grandeza para luego caer con igual intensidad en la mayor mezquindad. A cualquiera, su lectura le ensanchará el microscópico ecosistema en que nos movemos y le permitirá huir de toda esa lepra moral, como llamaría Flaubert al rebajamiento vivido en 2003.
Si ese amigo me hubiera consultado, le habría sugerido algo mucho más personal e íntimo: El amante del volcán (Susan Sontag), novela despojada de todo el intelectualismo pesado de su autora, pues en esta obra encontraría una conmovedora historia de amor; El libro de las ilusiones, relato en el cual -como adelanta su contratapa- Paul Auster no olvidó que su primera obligación es contar una buena historia y, en este caso, de profunda humanidad; y, era que no, Expiación (Ian McEwan), sin duda la más magistral novela del autor al lograr mantener la cautivante tensión que en sus extraordinarios comienzos anteriores había obtenido, pero que esta vez la hace perdurar hasta el fin. Si me hubiera contado que en su maleta viajaría junto a Víctor Hugo su compatriota Houellebecq, me habría atrevido a desordenársela para lanzar fuera de ella a Plataforma. Ya hemos tenido demasiado con el caso Spiniak para prolongar a través de su lectura un año marcado por una exposición mediática indecente, que más vale olvidar.
Recapacito, pues José, mi amigo, es dado al misticismo. Sería absurdo recomendarle algo del predecible Coelho, existiendo la Historia del lápiz (Peter Handke), el Libro del desasosiego (Pessoa como Bernardo Soares) o las Máximas de La Rochefoucauld. No tiene sentido desperdiciar las cálidas tardes del verano en simple retórica.
Lo que es yo, releeré Ferdydurke (Witold Gombrowicz), novela -reeditada después de décadas por Seix Barral- y que hasta este año sólo podías encontrar, si estabas de suerte, en un destartalado y roñoso ejemplar en las librerías de San Diego.
(Publicado en Revista Capital, N°124, enero de 2004, p. 112).
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal