¿DES-ORIENTACIÓN SEXUAL?
Al fin el PIB crece y se proyecta de manera más esperanzadora (aunque todavía a una modesta tasa), el precio del petróleo está a la baja y el mercado bursátil nacional al alza. Nada mejor que los buenos augurios. Así, se abandona la inmediatez y se mira en lontananza (recomiendo la lectura de la estupenda novela con ese título de Siri Hustvedt, la escritora norteamericana casada con Paul Auster).
Con tan auspiciosa perspectiva de mediano y largo plazo, resulta interesante volver la mirada a la disputa que se lleva a cabo en la sección Cartas del decano de nuestra prensa acerca de la homosexualidad. Tres rasgos de este debate me interesa destacar:
Primera, suponiendo que las cartas publicadas son representativas del universo de las recibidas, sorprende la alta participación relativa de chilenos radicados en California, Quebec, Miami y Alemania.
Segunda, los académicos que han intervenido se identifican sólo como profesores de universidades privadas (Adolfo Ibáñez, Los Andes, Andrés Bello, Diego Portales y Göttingen). ¿Por qué los académicos de las universidades tradicionales no tercian?
Tercera, la pasmosa serenidad con que algunos sostienen que el comportamiento homosexual es “claramente una conducta desviada y por completo antinatural”, afirmando además que existiría una “incompatibilidad [¿de qué tipo?] entre ser homosexual y el ejercer una función pública”. También llama la atención cómo ese aplomo cede llegado el momento de ofrecer sus argumentos, pues los opinadores se limitan a aseverar que ambas tesis serían verdades objetivas.
No estimo conducente la discusión sobre si esas verdades objetivas existen. Es más, qué importa si lo son o no. Aquí sólo me interesa destacar que el problema no es cognoscitivo sino cívico. En una sociedad plural, y -por ende- tolerante si quiere ser viable, la res-publica comprometida en este debate es la validez y legitimidad de la obligatoriedad universal que se le atribuye a determinadas verdades objetivas en perjuicio de otras.
La discusión cívica busca, precisamente, concordar las maneras en que conviven en paz los adherentes a distintas verdades objetivas. No se avanza en tal propósito afirmando que sólo mis verdades objetivas lo son. Debatir no es predicar. Mientras eso no esté claro, mejor ni hablemos de pluralismo.
Con tan auspiciosa perspectiva de mediano y largo plazo, resulta interesante volver la mirada a la disputa que se lleva a cabo en la sección Cartas del decano de nuestra prensa acerca de la homosexualidad. Tres rasgos de este debate me interesa destacar:
Primera, suponiendo que las cartas publicadas son representativas del universo de las recibidas, sorprende la alta participación relativa de chilenos radicados en California, Quebec, Miami y Alemania.
Segunda, los académicos que han intervenido se identifican sólo como profesores de universidades privadas (Adolfo Ibáñez, Los Andes, Andrés Bello, Diego Portales y Göttingen). ¿Por qué los académicos de las universidades tradicionales no tercian?
Tercera, la pasmosa serenidad con que algunos sostienen que el comportamiento homosexual es “claramente una conducta desviada y por completo antinatural”, afirmando además que existiría una “incompatibilidad [¿de qué tipo?] entre ser homosexual y el ejercer una función pública”. También llama la atención cómo ese aplomo cede llegado el momento de ofrecer sus argumentos, pues los opinadores se limitan a aseverar que ambas tesis serían verdades objetivas.
No estimo conducente la discusión sobre si esas verdades objetivas existen. Es más, qué importa si lo son o no. Aquí sólo me interesa destacar que el problema no es cognoscitivo sino cívico. En una sociedad plural, y -por ende- tolerante si quiere ser viable, la res-publica comprometida en este debate es la validez y legitimidad de la obligatoriedad universal que se le atribuye a determinadas verdades objetivas en perjuicio de otras.
La discusión cívica busca, precisamente, concordar las maneras en que conviven en paz los adherentes a distintas verdades objetivas. No se avanza en tal propósito afirmando que sólo mis verdades objetivas lo son. Debatir no es predicar. Mientras eso no esté claro, mejor ni hablemos de pluralismo.
(Publicado en Revista Capital, N°122, diciembre de 2003, p. 158).
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