viernes, abril 27, 2007

MÁS ALLÁ DE PARÍS

Me consultaron sobre mi viaje ideal. Imaginé algo sofisticado. Por fortuna ese guiño exacerbado de esnobismo se desvaneció. Me resulta difícil hacer coincidir ese ideal con un wildlife safari, por ejemplo. Sé que muchos prefieren los parques nacionales de Serengeti y Tarangine, llenos de leones y elefantes.

Tal como para algunos la relectura de sus obras preferidas tiene un sabor muy especial, en materia de viajes también resulta estimulante reencontrar lugares. Así, bastó que pensara en la Plaza de Furstenberg, en St-Germain-des-Prés o en la iglesia Sainte-Chapelle para que París se impusiera como punto de llegada. Transcurrida una quincena parisina, me iría al Valle del Loira previa visita a los jardines de Fontainebleau y Vaux-le-Vicomte. Instalado en Langeais (Hôtel Chateau de Rochecotte : antigua residencia de Talleyrand y -además- al alcance del bolsillo burgués) volvería a los castillos de Chenonceau, Villandry, Azay-le-Rideau y la abadía de Fontev­­raud (tumbas de Ricardo Corazón de León y Enrique II).

También me aventuraría a la Bretaña para navegar por el Golfo de M­or­­bihan y almorzar en La Roche-Bernard (en las cercanías de Vannes) ­­en el extraordinario ­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­L’Auberge Bretonne. Luego, partiría a Guimiliau y recorrería la Ruta de las Parroquias de los siglos XVI y XVII (Les enclos paroissiaux). Una posta en Trébeurden permite disfrutar de cada centímetro de las costas Granito Rosa y Esmeral­­­da y saborear en alguna de sus caletas (por ejemplo, en St. Guirec) una contundente moule (especie de sopa de choritos). Enseguida, el recuerdo de los olores del restaurant Maison de Brincourt, del insuperable Olivier Roellinger, me atraería de un modo tan irrefrenable que terminaría alojado en Cancale. Así, además, quedaría equidistante de Saint-Malo y del Mont-St-Mi­­chel. ¡Cómo me gustaría volver a pasar una tarde entera azotado por los furiosos vientos del peñón de Rothéneuf donde el abate Fouré esculpió por veinticinco años sus crudas rocas! Frente a esa obra, de seguro rememoraría los monstruos de los jardines de Bomarzo (escenografía de la insuperable homónima novela de Mujica Laínez). Por último, me pararía al borde de los acantilados costeros que circundan la sobria ultratumba de Châteaubriant.

Finalmente, tras este paso por la Bretaña, desembarcaría en la Normandía con el espíritu cargado de energías para volver a Bayeux a contemplar el Tapiz de la Reina Matilde; en Honfleur, la casa de Satie; y, en Foulbec, el taller del pintor chileno. Y cómo no, vagar por los sinuosos caminos que bordean el Sena, y que te depositan en Rouen, en búsqueda de la Bovary, quizás refugiada en alguna de las tantas abadías normandas existentes o sorprender su errante fantasma entre las grises ruinas del teatro romano de Lillebonne o incluso reposando en medio de los jardines de Monet en Giverny.

(Publicado en Revista Capital, N°126, febrero de 2004, p. 96).

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