ELORDI, JUEGA y GANA
Hace unos años cuando leí La caravana (Dolmen, 1995) lamenté no haber participado en la desquiciada expedición recreada en esa novela y que lidera un chileno llamado Cascabel -¿el alter ego de Santiago Elordi?-. En esa obra, Cascabel-Elordi narra su periplo de regreso desde el Norte de América, incluso cuenta que espera ir más allá de Chile: a Tsalal, una isla caracterizada como una línea de tierra cosida al horizonte y que según la cartografía mundial se ubica en la punta del planeta. Con tal propósito, Cascabel conforma una tripulación: Jerónimo un cubano desquiciado: el hombre de los mil rostros y vestiduras, el mago de la luz y las palabras, el que todo lo transforma en gracia; Max, un frágil y lucido dandie, una especie de Oscar Wilde americano, sofisticado y educado por una tía solterona; e, Ivonne, una frívola y misteriosa argentina cocainómana. Todos ellos vivirán sobre un clásico Buggatti, que les permite alcanzar más de 200 kilómetros por hora una vez que desembarcan en el puerto de Iquitos (y que llaman Babieca, igual que el caballo del Cid Campeador), una experiencia matizada de vivencias simbólicas y lúdicas, también enloquecidas, cultos nocturnos, escenas circenses, locuciones radiales, en fin, darán curso a la Gran Comedia del Mundo. También, ese viaje puede ser leído como un rito iniciático, que promete conducir a los viajeros a tierras ignotas, donde podrán llevar a cabo su sueño-utopía.
Si bien la lectura de esa primera novela enfrenta ciertos obstáculos formales de una edición imperdonablemente negligente; sólo un fanático linotipista o una vestal de la gramática española podría desmerecer ese encuentro poético extraordinario que se nos presenta en La Caravana en razón de estos tontos ripios.
Ahora, Elordi irrumpe con Cartas a Dios desde un prostíbulo (Norma, 2004) relatándonos las peripecias vividas en un exclusivo lupanar que sólo recibe mujeres, a las que se les atiende su alma antes que su cuerpo, lo que no excluya que al partir se vayan grata y orgásmicamente reconfortadas, pues sólo esa terapia espiritual previa a que son sometidas, tumbadas en glamorosos almohadones, mientras escuchan absortas el Decamerón, las Epístolas de Horacio, los poemas de Safo y, además, saborean trufas, chocolates, ostras y otros alimentos afrodisíacos, les permite recuperar su atribulada autoestima.
En este nuevo viaje exploratorio, Elordi vuelve a criticar a la actual sociedad, lamentando que ésta haya perdido toda capacidad de asombro y de comprometerse con ideales de largo plazo, más allá de aquellos inherentes al mundo del dinero o de los winners, como le ha dado a la siutiquería nacional por llamar a ese perecedero mundo.
Por el contrario, los protagonistas de La Caravana y de Cartas… no trepidan en buscar un compromiso menos transitorio. Será esa opción la que les permitirá sobrevivir cuando su sueño-utopía se destroce ante la pesadilla-realidad. Ambas obras están hermanadas por esa comunión existencial entre los personajes, la que crea una solidaridad que concluye siendo indisoluble, marcada a fuego por historias de fraternidad, y facilita que Elordi juege y gane en esta nueva aventura que pone a disposición de los lectores.
Finalmente, resulta destacable que, a la inversa de lo sucedido en su primera novela, en Cartas… se haya evitado el tono declamatorio que domina algunos pasajes de La Caravana, y que, de ese modo, Elordi haya liberado a su mensaje de cierto moralismo estereotipado que lo hacía por instantes muy pedante.
Hace unos años cuando leí La caravana (Dolmen, 1995) lamenté no haber participado en la desquiciada expedición recreada en esa novela y que lidera un chileno llamado Cascabel -¿el alter ego de Santiago Elordi?-. En esa obra, Cascabel-Elordi narra su periplo de regreso desde el Norte de América, incluso cuenta que espera ir más allá de Chile: a Tsalal, una isla caracterizada como una línea de tierra cosida al horizonte y que según la cartografía mundial se ubica en la punta del planeta. Con tal propósito, Cascabel conforma una tripulación: Jerónimo un cubano desquiciado: el hombre de los mil rostros y vestiduras, el mago de la luz y las palabras, el que todo lo transforma en gracia; Max, un frágil y lucido dandie, una especie de Oscar Wilde americano, sofisticado y educado por una tía solterona; e, Ivonne, una frívola y misteriosa argentina cocainómana. Todos ellos vivirán sobre un clásico Buggatti, que les permite alcanzar más de 200 kilómetros por hora una vez que desembarcan en el puerto de Iquitos (y que llaman Babieca, igual que el caballo del Cid Campeador), una experiencia matizada de vivencias simbólicas y lúdicas, también enloquecidas, cultos nocturnos, escenas circenses, locuciones radiales, en fin, darán curso a la Gran Comedia del Mundo. También, ese viaje puede ser leído como un rito iniciático, que promete conducir a los viajeros a tierras ignotas, donde podrán llevar a cabo su sueño-utopía.
Si bien la lectura de esa primera novela enfrenta ciertos obstáculos formales de una edición imperdonablemente negligente; sólo un fanático linotipista o una vestal de la gramática española podría desmerecer ese encuentro poético extraordinario que se nos presenta en La Caravana en razón de estos tontos ripios.
Ahora, Elordi irrumpe con Cartas a Dios desde un prostíbulo (Norma, 2004) relatándonos las peripecias vividas en un exclusivo lupanar que sólo recibe mujeres, a las que se les atiende su alma antes que su cuerpo, lo que no excluya que al partir se vayan grata y orgásmicamente reconfortadas, pues sólo esa terapia espiritual previa a que son sometidas, tumbadas en glamorosos almohadones, mientras escuchan absortas el Decamerón, las Epístolas de Horacio, los poemas de Safo y, además, saborean trufas, chocolates, ostras y otros alimentos afrodisíacos, les permite recuperar su atribulada autoestima.
En este nuevo viaje exploratorio, Elordi vuelve a criticar a la actual sociedad, lamentando que ésta haya perdido toda capacidad de asombro y de comprometerse con ideales de largo plazo, más allá de aquellos inherentes al mundo del dinero o de los winners, como le ha dado a la siutiquería nacional por llamar a ese perecedero mundo.
Por el contrario, los protagonistas de La Caravana y de Cartas… no trepidan en buscar un compromiso menos transitorio. Será esa opción la que les permitirá sobrevivir cuando su sueño-utopía se destroce ante la pesadilla-realidad. Ambas obras están hermanadas por esa comunión existencial entre los personajes, la que crea una solidaridad que concluye siendo indisoluble, marcada a fuego por historias de fraternidad, y facilita que Elordi juege y gane en esta nueva aventura que pone a disposición de los lectores.
Finalmente, resulta destacable que, a la inversa de lo sucedido en su primera novela, en Cartas… se haya evitado el tono declamatorio que domina algunos pasajes de La Caravana, y que, de ese modo, Elordi haya liberado a su mensaje de cierto moralismo estereotipado que lo hacía por instantes muy pedante.
(Publicado en Revista Capital, N°148, enero de 2005, p. 112).
2 Comentarios:
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Sabemos que los viajes físicos representan el deseo íntimo de los espíritus atribulados, impedidos de moverse en un sentido concreto. Cuando no se tiene una tendencia interna trascendente se obliga al cuerpo, ejecutor testamentario de la conciencia, a emprender un camino, cualquiera que sea.
Por eso, señor Correa, acaso sea pertinente pecar de contingentes, y, junto con felicitarlo por su refinada crítica, adjuntarle una visión posible de la movilización chilena:
Transantiago se vuelca en contra de los usuarios
y los llama "muchos", les grita "arribistas"
haciéndolos retrocerder hasta sus casas y oficios.
Transantiago aporrea a sus pasajeros
y los llama provisionales, les grita fugaces
hacéndoles retrotraerse a la olla triste de todas las noches.
Transantiago abusa de sus beneficiarios
y les inquiere respecto de sus destinos,
advirténdoles primero que él tiene el suyo propio…
hermético y mil veces redefinido.
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal